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Paz y Ciencia

jueves, 11 de diciembre de 2008

Aurelio Gracia: Psicoanálisis y Psicosis


Aurelio Gracia. “Psicoanálisis y Psicosis”
El ser del hombre no solamente no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en él la locura como límite de su libertad.

(J. Lacan. Écrits, p. 575)



Podríamos definir a un psicoanalista como aquella persona que toma como materia de su trabajo al odio o al amor más genuinos a través de un abordaje de palabra. La presencia del analista facilita y vehiculiza la emergencia en el dispositivo analítico del deseo inconsciente, por medio de la escucha que el analista le brinda al analizante…
Su única herramienta metodológica es el lenguaje. Exenta de soportes farmacológicos o sugestivos, su posición gira en torno a dos goznes: la asociación libre solicitada al analizante y la atención flotante, esto es, neutra, que se exige a sí mismo.
Las bases teóricas sobre las que se soporta este oficio son el inconsciente y la transferencia…
Se comprende que alguien a quien no le interese una teoría se niegue a adentrarse en ella. No tiene por qué profundizar en las líneas de pensamiento con que no sintoniza. Pero, la distancia mantenida con el empleo de esta actitud, ¿no le desautoriza a una refutación tan agresiva?
[Freud] en su conferencia número 34 (1932), lamenta que algunas demandas provenientes de pacientes psicóticos o de candidatos a analista con la misma estructura sean imposibles de corresponder. Para él, intentarlo sólo conduciría a que “el paciente se vengue aumentando la lista de nuestros fracasos” (caso de las demandas de tratamiento) o “escribiendo él mismo libros psicoanalíticos” (caso de que el analista rechazado fuera un paranoico).
Pueden considerarse dos tipos de motivaciones por las que Freud rehusó analizar a pacientes psicóticos. La primera, de orden político, queda implícita en las frases citadas. Freud señala con ironía que no quiere aumentar su lista de fracasos. Esta lista era considerada más extensa de lo que un examen a fondo hubiera probablemente revelado.
Freud nunca tuvo reparos en mostrar públicamente sus errores. Tres de sus cuatro grandes casos resultaron frustrantes y sin embargo fueron publicados. Consideraba que se puede aprender de los fracasos tanto como de los éxitos.
Es la segunda de las motivaciones de Freud para desaconsejar el análisis de pacientes psicóticos, la teoría.

Estos nuevos estados patológicos interesaban a Freud tanto por la posibilidad de ayudar a los pacientes, como (especialmente) para establecer hipótesis teóricas y nuevos métodos de trabajo de acuerdo a su espíritu investigador. Su actitud se había matizado desde que Charcot le impresionara con la célebre frase: “La teoría está bien, pero eso no impide que los hechos existan”…
Después de denominarse a sí mismo por primera vez psicoanalista a principios del siglo XX en la redacción del caso Dora, multiplicó la publicación de escritos técnicos y metapsicológicos. Las invitaciones recibidas de distintas asociaciones y universidades, entre ellas la Clark University de Nueva Cork, le obligaron a sistematizar su teoría con el fin de transmitirla. Freud se esforzaba, una vez más, por reunir los requisitos científicos tratando de cumplir las condiciones del positivismo reflejadas mucho después por Stephen Hawkling en su definición de teoría: “Es un modelo que debe reunir dos requisitos: debe describir en forma precisa y correcta una amplia gama de fenómenos a partir de los pocos elementos que contiene y debe también hacer predicciones definidas sobre los resultados de observaciones futuras.”

Freud interpreta los delirios en términos de proyección. El delirio persecutorio, el erotomaníaco, el celotípico y el megalomaníaco o de grandeza son explicados desde el mecanismo proyectivo. Lo que precisamente se proyecta afuera y es percibido como llegando desde el exterior es, en la paranoia, esa pulsión homosexual, punto débil del tramo autoerotismo/narcisismo/homosexualidad que la líbido debe recorrer durante el proceso evolutivo. En los cuatros delirios mencionados, el paranoico se defiende de su propensión a amar a un ser de su mismo sexo. Para el caso del varón, como es Schreber, el “yo lo amo” se convertiría en un “yo no lo amo”, a través de la proyección correspondiente. Veámoslo:
a) En el delirio de persecución: “Yo no lo amo” porque “él me odia” (me persigue, me controla, me vigila…).
b) En la erotomanía: “Yo no lo amo” porque “ella me ama” (ella me está insinuando continuamente sus preferencias ¿cómo podría yo fijarme en él?).
c) En a celotipia: “Yo no lo amo”; “es ella quien no lo ama” (debo vigilar todos sus pasos porque ella no me defraude).
d) Por último, en la megalomanía: “Yo no lo amo” porque “Yo no amo a nadie” (siendo yo tan inconmensurablemente grande, a nadie puedo amar que no sea a mí mismo).

Como advirtió Michael Foucault y subsume muy bien Solal Rabinovitch: “Locos, apátridas, excluidos: están encerrados fuera. Afuera, fuera de las fronteras de su país, como fuera de los nexos de su lengua materna; afuera, fuera de la casa… Pero los verdaderos encerrados fuera son los locos, exiliados para siempre de su inconsciente; no sólo son extranjeros en su exilio, sino que son extranjeros a sí mismos, extranjeros a su historia, extranjeros a la lengua de la infancia. No es sólo de un país ni de una lengua donde se hallan exiliados; el nombre, la voz y el padre les han abandonado también”.

Klein no detalla qué tipo de factores condicionan la resistencia o debilidad del yo infantil para enfrentar la angustia o le condenan a permanecer fijado a la posición sádico-esquizoide que preside las psicosis. Por otra parte, ella trata de la ansgustia en el niño, pese a que en el mencionado texto, refiriéndose a la madre de Dick, señala: “La actitud de la madre hacia él había sido desde el principio de excesiva angustia”. La madre de Dick parece, en efecto, desplegar toda la angustia que no presenta el hijo. El relato de M. Klein sobre el caso abona la impresión de que el papel de esa madre, cuya infructuosa tentativa de amamantar personalmente al niño “había estado a punto” de llevarlo a la muerte por inanición, habría estado en la base de que su hijo creciera “en un ambiente pobre de amor”.

Durante el brote, el psicótico es su escritura. De ahí la sensación que preside los estados psicóticos más allá de la confusión inherente al delirio.
Freud señala que el pensamiento humano reserva un espacio intermedio entre los sobrenatural y lo lógico donde pueden ubicarse las religiones y creencias. Cada cultura reconoce a sus miembros el derecho a sostener sus propias ideas, sin otra condición que la de evitar la violencia física o psíquica, en el intento de imponerles a los demás. La certeza de las propias convicciones no es signo de locura cuando éstas se refieren al espacio más o menos amplio donde se permite socialmente que la fe sustituya a la razón. Se le confiere al creyente la posibilidad de abrir un paréntesis en la realidad y sustituir ahí la lógica por la fe. O mejor dicho, aplicarle a ese espacio una lógica especial que no necesite fundamentarse en la realidad.

El atravesamiento de la transferencia, planteado en el punto anterior como condición necesaria al análisis de los pacientes neuróticos, permite a los protagonistas del acto analítico superar los arrecifes del primer nudo resistencial opuesto al convenio analítico. Superado el escollo fundamental, pueden navegar juntos por un océano de tropos, metáforas y metonimias. Les mece el oleaje de la asociación libre y la atención flotante. No les importa la deriva…
El ancla simbólica garantiza que los protagonistas del acto analítico no van a enloquecer con la tormenta. Este punto de anclaje imprescindible al equilibrio entre el deseo del analizante y el deseo del analista lo confiere la confianza de que ambos comparten una descodificación común. El analizante supone que el analista participa de sus códigos. Bajo esta premisa está dispuesto a hablar ininterrumpidamente sin reparar en lo que dice, a condición de que alguien sepa qué hacer con ese discurso; alguien que maneje el límite de las asociaciones para que hablante no se ahogue en sus propias palabras.
Juan David Nasio acota las diferencias entre placer y goce en sus libro Cinco lecciones sobre la teoría de Jacques Lacan. Para él, “el placer es ante todo la sensación agradable percibida por el yo cuando disminuye la tensión”; mientras que el goce “consiste en un mantenimiento o en un agudo incremento de la tensión…es una palabra para decir la experiencia de una tensión intolerable, mezcla de ebriedad y de extrañeza. El goce es el estado energético que vivimos en circunstancias límites, en situaciones de ruptura, en el momentoen que se está por franquear un tope, por asumir un desafío, por afrontar una crisis excepcional, a veces dolorosa.”
En cualquier caso, el acceso al goce de las psicosis no exime a esta estructura de la angustia. El goce del psicótico es un goce angustioso. El precio que ha tenido que pagar por no asumir la falta que le habría habilitado a desear es que su modo de gozar va impregnado de angustia. No atravesó en su momento (fase fálica) el límite de angustia que separa los territorios del goce y del deseo. El recorrido hubiera sido doloroso; lo es tanto en una dirección (hacia la castración) como en la otra (hacia la vuelta atrás en la pérdida de límites). El goce al que se asió el psicótico para no transitar la vía que conduce al deseo, a través del campo minado de la angustia, está impregnado de ésta.

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