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Paz y Ciencia

jueves, 14 de mayo de 2009

Robert Graves. Dioses y héroes de la antigua Grecia

Alcestis
XXII
Existían varios reyes que querían casarse con Alcestis, la más hermosa de las hijas del rey Pelias. Poco antes de que el Argos regresara a Yolco, Pelias anunció que concedería la mano de su hija a aquel rey que lograra uncir un jabalí y un león a su carro, y conducir éste en la pista de carreras. Muchos reyes lo intentaron y fracasaron.
Sin embargo, Admeto, rey de Feras, hizo llamar al dios Apolo, a quien por aquel entonces tenía como esclavo, castigado por haber asesinado a los cíclopes.
—¿Te han tratado bien aquí, Apolo? —le preguntó Admeto.
—Muy bien, majestad. Otros reyes mortales me hubieran ordenado hacer cosas desagradables, sólo para demostrar lo importantes que eran, pero tú has sido más un amigo que un amo.
—En ese caso, voy a pedirte un favor muy especial.
—No faltaría más.
—Acompáñame a Yolco, y ayúdame a uncir un jabalí y un león a mi carro.
—¡A tus órdenes!
Apolo se llevó su lira a Yolco y la tañó con tanta dulzura que el jabalí se quedó inmóvil, con la boca abierta, y el león empezó a ronronear como un gato. Fue fácil para Admeto engancharlos al carro y conducirlo.
Al día siguiente, Admeto se casó con Alcestis, pero olvidó ofrecer el sacrificio habitual a Artemisa, la hermana de Apolo, así que Artemisa convirtió a Alcestis en una larga y retorcida serpiente. Admeto, entonces, volvió a llamar a Apolo, que lo consoló:
—No llores, majestad. Le diré a mi hermana que has sido un buen amo conmigo y que no has tenido nunca intención de ofenderla.
Siguiendo el deseo de Apolo, Artemisa volvió a convertir a Alcestis en mujer.
—¡Gracias, querida hermana! —le dijo Apolo a Artemisa—. Y ahora, ya que estás en ello, ¿me harías un último favor? Acuerda con Hades que cuando llegue el último día de Admeto, sea un miembro de su familia el que baje al Tártaro en su lugar.
Artemisa le preguntó a Hades si tenía mucha importancia de quién era el espíritu que llegara, mientras fuera puntual.
—No —contestó Hades—, pero además de ser puntual debe venir de buena gana.
Un día, Hermes entró en el dormitorio de Admeto:
—Por favor, sígueme hasta el Tártaro.
—¡Apolo, Apolo, ayúdame! —gritó Admeto.
Apolo apareció y estrechó la mano de Hermes.
—¡Espera un momento, hermano! El rey Hades le prometió a Artemisa que algún otro moriría en lugar de Admeto.
—Pues Admeto debe darse prisa, porque las parcas están a punto de cortar el hilo de su vida.
—Yo las entretendré. ¡Deprisa, Admeto, busca un sustituto!
Apolo voló hasta el Olimpo, le pidió una enorme copa de vino a Dionisos y se la llevó al cuarto de hilar.
—Probad esto —les dijo a las parcas.
Las parcas bebieron el vino y chasquearon sus arrugados labios. La más vieja, Átropos, dejó a un lado sus tijeras y gritó:
—¡Dadme otra copa!
Las parcas bebieron tanto que Admeto consiguió tres o cuatro horas para lograr un sustituto. Primero, fue a ver a sus padres, que tenían casi cien años.
—¿Alguno de vosotros querría morirse en mi lugar? —les preguntó.
—¡Claro que no! ¡Qué clase de mal hijo eres! Acabamos de empezar a disfrutar de la vida.
Admeto, después, se fue a las mazmorras para ver a dos presos miserables, que le habían suplicado que los sacara de su desgracia.
—¿Alguno de vosotros querría morirse en mi lugar? —les preguntó.
—¡Claro que no! Cuanto antes te mueras, mejor para nosotros. Quizá el siguiente rey nos ponga en libertad.
Admeto, luego, fue a ver a un pobre hombre que tenía una enfermedad incurable.
—¿Te morirías en mi lugar? —le preguntó.
—¡Claro que no! La gente dice que mi enfermedad es incurable, pero siempre queda una esperanza: quizá venga Asclepio y me salve. En aquel momento, Alcestis llegó de Yolco, donde había sido la única de las tres hijas del rey Pelias que no se había dejado engañar por la treta de Medea del rejuvenecimiento.
—No quiero descuartizar a mi padre —había dicho—, aunque me lo ordene él mismo. Me voy a mi casa.
Admeto la recibió en la verja del palacio.
—Nadie quiere morir en mi lugar —gimió—. Supongo que será también inútil que te lo pida a ti, que dices amarme más que nadie.
Alcestis, entonces, se despidió de sus dos hijos pequeños con un beso, se bebió un veneno mortal y le hizo una seña a Hermes.
—¡Llévame contigo! —le dijo con firmeza.
Pero éste no fue el final.
Cuando Alcestis llegó al Tártaro, Perséfone salió del palacio de Hades para recibirla y le dijo:
—¡Vuelve a casa enseguida, señora! No puedo permitir que mujeres hermosas como tú mueran en lugar de sus egoístas esposos.
—Pero el rey Hades no dejará nunca que me vaya, ahora que ya estoy aquí.
—Déjamelo a mí. Yo sí sé cómo tratar a los esposos. ¡Fuera de aquí, ahora mismo, por la escalera lateral!
Alcestis volvió con sus hijos y éstos corrieron a abrazarla. Tras una fuerte discusión con Perséfone, Hades, que venía para volver a llevarse a Alcestis, llamó a la puerta de Admeto.
Apolo, entonces, llamó a Heracles y éste bajó del Olimpo para proteger a Alcestis.
—¿No sería mejor que obedecieras las órdenes de Hades, querida? —preguntó Admeto, nervioso, a Alcestis.
—¡Tú te quedas, reina Alcestis! —intervino, gruñendo, Heracles.
Siguiendo el consejo de Apolo, Admeto sacrificó entonces un cerdo a Hades.
—El alma del cerdo puede sustituirme —murmuró con voz temblorosa.
Y aunque a Hades el cambio no le gustó, temía mucho la maza de madera de olivo de Heracles; así que se marchó, refunfuñando:
—De acuerdo; acepto el alma del cerdo. La tuya no vale mucho más, ¡cobarde! ¡Mira que pedir a tus padres que murieran en tu lugar!
—¿Qué te hizo beber el veneno? —le preguntó Heracles a Alcestis.
—Lo hice por los niños. Si Admeto moría, su tío se hubiera hecho con el trono y los hubiera matado.
—Eso lo explica todo —contestó Heracles.

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