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Paz y Ciencia

lunes, 17 de mayo de 2010

Terapia dialéctica en TLP

Dialectical Behavior Therapy for Borderline Personality Disorder”, Marsha M. Linehan, Bryan N. Cochran y Constance A. Kehrer, Capítulo 11 de Clinical Handbook of Psychological Disorders (comp. David H. Barlow), The Guilford Press, New York, 2001.


En este trabajo los autores presentan un enfoque de tratamiento muy novedoso, creado por Marsha Linehan. La Terapia Conductual Dialéctica (TCD), está creada especialmente para pacientes límite graves con alto índice de conductas suicidas. Se han obtenido pruebas empíricas que ponen en evidencia que TCD es muy exitosa, especialmente teniendo en cuenta el campo tan difícil con el que trabaja. Lo que nos parece más llamativo es el carácter enormemente integrador de esta aproximación pues la autora muestra conocimiento y aplicación de puntos de vista y técnicas muy dispares, como son los psicodinámicos, cognitivos, conductuales, la filosofía oriental y la dialéctica. Y además, también llama la atención la honradez de los autores, porque en la exposición de ejemplos de caso han ido hasta el final, no rehuyendo presentar el final trágico de una paciente que resulta desgarrador. Expondremos el tratamiento siguiendo el orden del trabajo.



Los autores comienzan señalando que el trastorno límite o borderline de la personalidad (TLP) es uno de los más difíciles de tratar, de los más estresantes para los terapeutas, especialmente debido a que son los pacientes que presentan con más frecuencia conductas suicidas y parasuicidas, entendiendo por éstas conductas autolesivas graves, o intentos de suicidio. Otra razón para que sean tan difíciles es que estos pacientes suelen tener dificultades con la vivencia y expresión de su ira, y es frecuente que dirijan una intensa ira hacia sus terapeutas.









Más articulos del autor Díaz: El enfoque terapéutico de Marsha Linehan - El psicoanálisis y la psicología cognitiva-evolutiva - Tratamiento del alcoholismo - La acción terapéutica como creación de significado









A continuación exponen los criterios para la definición de este trastorno, basados en el DSM-IV. En general estos pacientes manifiestan inestabilidad y falta de regulación en todos los dominios de funcionamiento, y específicamente, muestran:



1- Inestabilidad y falta de regulación emocional. Tienen problemas con los sentimientos de ansiedad, depresión, los episodios de irritabilidad, y con la ira y la expresión de la ira.



2- Falta de regulación conductual, evidenciada en las conductas impulsivas extremas, como los actos autolesivos o los intentos de suicidio, que pueden acabar (un 10%) en suicidios reales.



3- Falta de regulación cognitiva, en formas breves, no psicóticas, falta de regulación sensorial y de pensamiento, y delirios. Éstos se limitan a las situaciones estresantes y desaparecen cuando estas situaciones acaban.



4- Falta de regulación del sentido del self, con sentimientos de vacío y de no saber quienes son.



5- Por último, falta de regulación de las relaciones interpersonales. Estas relaciones son intensas, caóticas, llenas de dificultades, pero aún así no pueden renunciar a ellas sino que más bien, al contrario, intentan por todos los medios aferrarse a sus personas significativas y evitar que les abandonen.



Comentan los autores que el TLP es un trastorno sobre el que se ha escrito mucho en la literatura clínica, pero a pesar de ello no hay muchos estudios empíricos sobre la eficacia de los distintos tratamientos, y esto se atribuye a la gran dificultad que tiene la terapia con estos sujetos, y más dificultad aun si se añade al encuadre clínico la complejidad de un estudio controlado para investigar los resultados.



Revisión de otros enfoques de tratamiento



En este apartado los autores hacen una brevísima revisión de los distintos enfoques que han abordado anteriormente el trastorno límite de la personalidad. Especialmente se detienen en el enfoque psicodinámico representado por Kernberg (que podemos encontrar en Kernberg, 1984, y más actualmente en Kernberg y otros, 2000), donde el autor expone un modelo de tratamiento específico para los trastornos límite de la personalidad, la “psicoterapia expresiva”, que se caracteriza por resaltar en primer lugar la interpretación, el mantenimiento de la neutralidad terapéutica y el análisis de la transferencia. El tratamiento se centra en analizar los conflictos intrapsíquicos, con los objetivos de conseguir mayor control de impulsos, mayor tolerancia a la ansiedad y habilidades para modelar los afectos y desarrollar relaciones interpersonales estables. Por otra parte, Kernberg propone una terapia de apoyo para los pacientes límite más graves. La característica de esta modalidad de terapia es que en las primeras etapas de tratamiento sólo se analiza e interpreta la transferencia negativa, dejando para etapas posteriores el análisis de otros aspectos de la relación terapéutica.



Es interesante la referencia de los autores a un estudio de Bateman y Fonagy de 1999 en el que por primera vez se aportan datos a favor de la eficacia del tratamiento psicoanalítico. Estos autores ven el trastorno límite de la personalidad como un trastorno del apego, y la terapia se centra en el análisis de los modelos de relación y los factores inconscientes que inhibían el cambio. Realizaron un estudio empírico que comparaba los efectos del tratamiento en un grupo experimental que recibía su programa con otro grupo control que recibía un tratamiento estándar, sin psicoterapia. Según la interpretación Bateman y Fonagy, las características de su programa que están relacionadas con la efectividad del tratamiento son: una base teórica consistente, la focalización en la relación, y el mantenimiento del tratamiento durante un tiempo.



A partir de aquí, hay referencias aún más breves al enfoque interpersonal de Lorna Benjamín, el Integrativo de Langley, y al cognitivo-conductual de Beck, que ha sido adaptado por otros autores a este tipo de pacientes. Especialmente, sostienen, la adaptación de Turner ha mostrado resultados prometedores. Respecto al tratamiento psicofarmacológico, los autores se muestran precavidos en cuanto a considerarlo útil, excepto en determinados casos, debido a la probabilidad de que se dé abuso de las drogas prescritas o automedicación, y también debido a los efectos secundarios de ésta.



La terapia conductual dialéctica



Exponen los autores que la terapia conductual dialéctica o TDC está diseñada para individuos severamente disfuncionales, suicidas crónicos, y la orientación teórica de este tratamiento es una mezcla de tres posiciones: la orientación conductual, la filosofía dialéctica y la práctica Zen. Dentro de estas teorías tan distintas, la orientación conductual es contrarrestada por la aceptación del paciente extraída del Zen y la práctica contemplativa de Occidente, y la equilibración de esos dos polos se resuelve por lo que denominan el marco dialéctico, es decir, un tener en cuenta orientaciones que aparecen como contradictorias entre sí y la búsqueda de una síntesis entre ambas. Aunque los procedimientos y estrategias que usan están basados en la teoría conductual, los autores reconocen que superponen otras orientaciones muy diversas de terapia, como teorías psicodinámicas, centradas en el paciente, cognitivas, y las denominadas “estratégicas”.



En cuanto a la medición de su eficacia, Linehan y sus colegas han publicado hasta ahora dos investigaciones que comparan la eficacia de TCD con tratamientos usuales para el trastorno límite de la personalidad. Aunque no especifican de qué tipo eran estos tratamientos, probablemente se refieren a enfoques cognitivos conductuales estándares. Los resultados en general son bastante contundentes. En prácticamente todas las áreas hubo mejores resultados en el tratamiento TCD, y especialmente resalta la reducción de la conducta parasuicida, y la permanencia de los pacientes en el tratamiento. En las poblaciones menos graves se reduce, notoriamente más que en el tratamiento estándar, la ideación suicida y la depresión. Además, cuando se ha podido hacer seguimiento, 1 año después del tratamiento la mejoría persiste.



Bases filosóficas: la dialéctica



Los autores utilizan el término “dialéctica” aplicado a la terapia con dos sentidos. Por un lado como una visión del mundo o posición filosófica, de donde parte el desarrollo de las hipótesis teóricas que explican los problemas del paciente y el tratamiento. Por otro lado como método de diálogo y de relación, de donde se derivan las estrategias usadas por el terapeuta para obtener el cambio.



La dialéctica como visión del mundo quiere decir que se enfatiza el conjunto, la interrelación y el proceso (o cambio) como características fundamentales de la realidad. Se ve el conjunto no como la mera suma de partes, ya que para analizar cada parte ha de ponérsela en relación con el todo. Por otro lado, aunque la visión enfoca el todo lo reconoce como complejo. Resalta la polaridad inherente a cada cosa o sistema, que está representada por fuerzas polares llamadas “tesis” y “antítesis”, y el proceso de cambio lleva a la “síntesis” que es el resultado de esas fuerzas. La tensión entre esas fuerzas existentes en cada sistema es lo que mueve al cambio, pero el nuevo estado no está libre tampoco de nuevas contradicciones. Por tanto el cambio es considerado continuo y esencial en la vida. Los autores toman así el término dialéctica en el sentido Hegeliano clásico.



En cuanto a la dialéctica como persuasión, dentro la relación y el diálogo entre dos personas, se refiere al uso de la persuasión para producir el cambio, basándose para ello en las oposiciones inherentes a la relación terapéutica entre el paciente y el terapeuta. Partiendo de dos posiciones contradictorias, tanto el paciente como el terapeuta pueden llegar a nuevos significados. La filosofía básica es no aceptar nunca una proposición como verdad final o indiscutible. Es interesante el comentario de los autores sobre su aplicación, en los casos en que hay fuertes desavenencias entre el personal implicado en el tratamiento sobre cómo tratar a un paciente, cuando cada terapeuta o grupo cree que ellos conocen toda la verdad sobre un paciente o un problema clínico concreto.



La aplicación de estos principios a la hora de concebir el caso lleva a los autores a pensar en éste en términos que podríamos ver como cercanos a la teoría del pensamiento complejo de Morín (1990). En primer lugar conciben el caso como una disfunción sistémica, la cual se caracteriza porque se ve una continuidad entre la salud y la enfermedad, y ésta se ve como resultado de causas múltiples, más que de causas simples. De este modo, no hay un único factor que lleve al trastorno sino toda una gama, desde los factores constitucionales hasta los que resultan de la interacción con el entorno.



Otra suposición de la que parte esta aproximación dialéctica es que la relación entre individuo y entorno es de influencia recíproca. Siguiendo el ejemplo ofrecido en el trabajo, un niño que haya tenido un accidente puede requerir un grado de atención y dedicación por parte de sus padres que lleve al extremo los recursos que ellos puedan aportar, tras lo cual estos padres pueden llegar a invalidar o culpar al niño. Por tanto no tiene porqué ser un fallo del sistema de padres exclusivamente, sino de éstos ante una situación que los desborda. Para los autores esta visión de los hechos tiene la ventaja de no culpabilizar al poder explicar el punto de vista de cada una de las partes.



Por último, en la concepción dialéctica la noción de conducta es más amplia que en la teoría conductista general. Esto es importante, porque a lo largo de la exposición del trabajo vamos a utilizar mucho el termino “conducta”, pero hay que dejar claro lo que significa en este contexto. Se señala que la teoría conductista divide la conducta en verbal, motora y psicológica, y a su vez cada una de esta puede ser pública o privada. Para estos autores, estos tipos de conducta, aunque son distintos están muy interrelacionados y superpuestos. Y para ellos, además, no hay un modelo de conducta que sea intrínsecamente más importante que otro (no es necesariamente más importante la conducta motora visible, pública, que la conducta psicológica –que conlleva la vivencia fenoménica). Todo esto explica la diferencia entre este enfoque y el conductista clásico, a pesar de que ellos insisten en conservar el término, y tiene además consecuencias en toda la línea de tratamiento, empezando por su objetivo global, como veremos.



Teoría biosocial: la disregulación emocional



Para Linehan, la autora que ha desarrollado este enfoque terapéutico, el trastorno límite consiste principalmente en una disfunción del sistema de regulación de la emoción, y a partir de esto, lo cual considera el núcleo de la patología y no sólo lo más sintomático o manifiesto, se dan el resto de los síntomas conductuales típicos del cuadro.



Esta disfunción a la hora de regular las emociones tiene por un lado causas biológicas que tienen que ver con la vulnerabilidad inicial del sujeto, por la cual es muy sensible a los estímulos emocionales. Este déficit produce dificultades en la inhibición del estado de ánimo cuando se ha de organizar una conducta independientemente de aquél, déficit para incrementar o bajar la excitación fisiológica cuando se necesita, déficit para distraer la atención de estímulos que evocan emociones no deseadas, y para experimentar emociones sin poder inhibirlas inmediatamente, o bien produciendo una emoción secundaria negativa extrema.



Por otra parte, como el nombre “biosocial” indica, para Linehan no es suficiente que se dé en el sujeto esta vulnerabilidad inicial sino que, además, éste ha de estar expuesto a un “entorno invalidante”. Las características de este entorno consisten en que niega o responde de modo no adecuado a las experiencias privadas de los sujetos. No se toman sus reacciones emocionales como válidas ante los hechos que las provocan, sino que se las trivializa, se las desprecia, se las desatiende o, incluso, se las castiga. Estas familias tienden a valorar el control de la expresión emocional, transmiten que la solución de los problemas es más simple de lo que realmente corresponde, y no toleran la manifestación de afectos negativos. El resultado de todo esto es la exacerbación de la vulnerabilidad emocional del individuo, lo cual, a su vez, influye recíprocamente en el entorno invalidante. De ahí resulta la persona con TLP, que no sabe cómo etiquetar y cómo regular su excitación emocional, ni confía en sus respuestas emocionales para interpretar y juzgar los hechos. El sujeto desconfía de sus propios estados internos, lo que le lleva a una sobredependencia de los otros, y esto a su vez impide el desarrollo de un sentido del self cohesionado. Estos tres factores, las relaciones con los demás, la capacidad para regular las propias emociones y el sentido del self estable y cohesionado, influyen recíprocamente entre sí y, por tanto quedan todos alterados. Por último, para Linehan las conductas autolesivas de los sujetos límite se interpretan como intentos de regular el afecto, y además tienen un importante papel comunicativo en tanto que provocan conductas de ayuda en un entorno que en sí no responde empáticamente hacia ellos.



Linehan describe los modelos conductuales de los pacientes como una serie de dilemas dialécticos. Un dilema dialéctico es una dimensión bipolar en la cual el terapeuta tiene la labor de encontrar una posición más equilibrada (síntesis) que supere las anteriores oposiciones (tesis y antítesis). Estos dilemas están representados por un lado por la dimensión “factores-biológicos”, y por otro por la dimensión “entorno-invalidante” (algo que tiene mucho que ver con las series complementarias freudianas). La autora propone tres dimensiones de conductas definidas por polos opuestos. En una primera dimensión, un paciente TLP puede oscilar entre invalidarse y culparse a sí mismo por su sufrimiento emocional, o bien culpar al resto del mundo por tratarlo injustamente. Así, la conducta suicida puede explicarse tanto como agresión a sí mismo como conducta de petición desesperada de ayuda. Una segunda dimensión consiste en uno de sus polos en la tendencia biológica a la “pasividad activa”, en la cual el paciente se acerca a los demás para que le den soluciones, y en el otro polo estaría la conducta del paciente que aparenta más competencia de la que realmente tiene, porque su entorno invalidante ha exigido de él en demasía. El propio terapeuta tiende, dependiendo de la posición en que se ubique el paciente, a subestimar o bien a sobreestimar sus capacidades. Por último, la tercera dimensión tiene en el polo biológico la tendencia del paciente a experimentar la vida como una serie interminable de crisis, y en el otro polo estaría la conducta provocada por el entorno de “aflicción inhibida” (lo que nosotros llamaríamos disociación) por la que el paciente no puede experimentar las emociones asociadas a traumas o pérdidas significativos. Como dijimos, el terapeuta trabaja en la dirección de buscar el equilibrio y la síntesis de los opuestos existentes en el sujeto.



Estadios de la terapia y objetivos del tratamiento



Exponen los autores que TCD está creada para tratar con pacientes de todos los niveles de gravedad, y está concebida para aplicarse en estadios. Los pacientes gravemente trastornados entran en tratamiento en el estadio 1. Cada estadio prepara al paciente para el siguiente. Veremos ahora cada uno de ellos con detenimiento.



Pretratamiento: orientación y compromiso. A lo largo de las tres primeras entrevistas, terapeuta y paciente llegan a un acuerdo y un compromiso de trabajar juntos. Pero para esto se trabaja primero con las expectativas que el paciente tiene, estudiándose si son o no realistas. Se aclara que este tratamiento no es un programa de prevención de suicidio, sino que pretende, a través del trabajo en equipo, crear una vida que merezca la pena vivirse (aquí vemos la importancia que se da no sólo a la conducta, sino a las vivencias del paciente). Además, se exponen las bases del tratamiento, describiéndolo como una terapia cognitivo-conductual, que pone especial énfasis en el aprendizaje de habilidades. Ya en esta fase se utilizan estrategias específicas, que son explicadas más adelante.



Estadio 1: lograr capacidades básicas. Este estadio se centra en conseguir un modo de vida razonablemente funcional y estable. Con los pacientes suicidas, graves, normalmente esta etapa dura un año como mínimo. A continuación los autores describen los objetivos de este estadio.



En primer lugar las conductas suicidas. Señalan con toda claridad que la primera prioridad de la terapia es mantener al paciente vivo. Por tanto, se trabaja todo lo relacionado con conductas suicidas y parasuicidas, incluyendo las amenazas de suicidio, planearlo, prepararlo, pensar sobre ello, así como con la conducta autolesiva. Lo más significativo en este enfoque es que este objetivo se hace explícito al paciente, lo que no deja de plantear problemas, como veremos después.



Un segundo objetivo son las conductas que interfieren con la terapia. Este objetivo es importante con este tipo de pacientes, debido por un lado a que presentan un índice muy elevado de abandono de la terapia, y por otro al alto grado de tensión que se produce en los terapeutas, o sea la posibilidad de que éste “se queme” o intervenga de modo iatrogénico. Los autores dejan claro que las conductas que interfieren con la terapia, tanto por parte del paciente como del terapeuta, son trabajadas “directamente, inmediatamente, consistentemente y constantemente –y, lo más importante, antes más bien que después, de que bien el terapeuta o el paciente no quieran continuar más tiempo” (p. 484). Un ejemplo de conducta que interfiere con la terapia por parte del paciente sería la de intentar traspasar los límites personales del terapeuta, y esto se trabaja dentro de la sesión. Un ejemplo de conducta interferente del terapeuta serían conductas iatrogénicas como las que causan ansiedad innecesaria al paciente, o aumentan sus dificultades. Se tratan estas conductas del terapeuta en las sesiones de terapia si el paciente trae este material, pero también en las supervisiones/consultas.



No podemos menos que resaltar que en un enfoque que se denomina a sí mismo como primordialmente conductual, se otorgue tanta importancia al vínculo de la relación terapéutica, ya que lo aquí expuesto tiene que ver con lo que en términos psicoanalíticos llamamos trasferencia y contratransferencia. Esta es sin duda una de las raíces psicodinámicas más evidentes de esta aproximación.



Un tercer objetivo son las conductas que interfieren con la calidad de vida. Aquí se incluyen conductas como el abuso de sustancias, trastornos graves de alimentación, conductas sexuales de alto riesgo y fuera de control, dificultades financieras extremas (jugar o gastar de forma incontrolada), conductas criminales que pueden llevar a la cárcel, o conductas relacionadas con el trabajo o la escuela (como faltar, no hacer nada productivo, abandonar prematuramente, etc.), conductas disfuncionales relacionadas con el hogar (como vivir con gente que abuse de ellos, no tener casa estable), con la salud mental (como no tomar los medicamentos prescritos o bien abusar de ellos), y con la salud en general (como no tratarse problemas médicos serios). Se trata de alcanzar una vida mínimamente segura y adecuada.



Por último, en el Estadio 1 se tratan las habilidades conductuales. Aquí se busca aumentar las habilidades en relación a regular las propias emociones, mantener las relaciones interpersonales, y tener autonomía mínima. Principalmente se trabajan estas habilidades en sesiones grupales semanales especialmente destinadas a ello, aunque el terapeuta individual dirige durante un tiempo su adquisición y ejercitación. Dentro de estas habilidades, hay una que los autores incluyen como central en su tratamiento, y que está tomada de la práctica de meditación Zen, que ellos llaman habilidades de “toma de conciencia”. Esta toma de conciencia se refiere especialmente a poner nombre a lo que se está sintiendo, vivenciarlo conscientemente, prescindiendo de la instancia que lo juzga o lo critica, algo que consideran está muy relacionado con la tolerancia a la ansiedad. Aquí vemos de nuevo una relación muy cercana con las propuestas de la escuela psicoanalítica del self (Kohut, 1971).



Estadio 2: reducción de la angustia postraumática. Aunque en el Estadio 1 se han podido explorar la relación entre la conducta presente y eventos traumáticos previos, incluidos los de la niñez, es en el Estadio 2 donde el foco se dirige específicamente a elaborar (“procesar” es el término que usan) hechos traumáticos anteriores. El procedimiento consiste en volver a exponer al paciente a claves asociadas con el trauma, dentro de la terapia. Los autores explican que en un lenguaje psicodinámico el Estadio 1 sería una fase “contenedora” y el Estadio 2 una fase de “descubrimiento”. Se trata de recordar y aceptar los hechos traumáticos tempranos, reducir la estigmatización y autoinculpación que suele asociarse con ellos (se da un alto índice de abuso sexual infantil entre estos pacientes), reducir la negación y resolver las tensiones dialécticas en cuanto a la atribución de la culpa que produce el trauma. Pero para pasar a este estadio, los autores ven necesario haber superado los objetivos del Estadio 1, ya que de lo contrario el paciente no podrá afrontar la ansiedad que desencadena este nuevo proceso.



Efectivamente, como los propios autores indican, vamos viendo que éste es un proceso al que no la faltan ingredientes para ser descrito como psicoanalítico. Lo que de momento señalamos como distinción es la clara y evidente programación de antemano de los objetivos a tratar, evidentemente surgida de la extrema gravedad de los pacientes para los que se ha diseñado el tratamiento. Siguiendo un criterio pragmático, se señala que los objetivos primeros pasan por que el paciente siga vivo, siga con la terapia, y su vida esté mínimamente resuelta como para poder pasar a los objetivos más clásicamente psicoanalíticos de elaboración de situaciones traumáticas y toma de conciencia de motivaciones, temores y conflictos internos inconscientes. Y este orden es explícito, se trabaja directamente con el paciente cada iniciativa referida a esos primeros objetivos. En un enfoque analítico tradicional, podría pensarse que mientras los traumas no estén elaborados no tiene sentido pedir al paciente que controle su conducta suicida o parasuicida. Aquí se hace justo lo contrario: se establecen en primer lugar unos criterios conductuales mínimos (que duran, como mínimo, 1 año) para poder entrar después en un trabajo más profundo. Pero bajo nuestra interpretación no es que no se dé a los criterios del segundo estadio el valor de agentes causales de la conducta (en amplio sentido) del paciente. Por lo que podemos ver, se trata más bien de un criterio pragmático, estratégico, según el cual lo primero es establecer un vínculo fuerte y con alto nivel de compromiso en base al cual las conductas más peligrosas sean controladas, y sólo después se entra en el trabajo interpretativo que es el que realmente dotará al paciente de la autonomía necesaria para que las habilidades que se están enseñando y practicando, sean realmente internalizadas.



Estadio 3: resolver problemas de la vida e incrementar el autorrespeto. Aquí se presupone que el paciente tiene ya un nivel de funcionamiento suficientemente bueno en casi todos los dominios. El objetivo ahora se dirige por un lado a la confianza en sí mismo y la autoestima y por otro lado a la autonomía. El paciente debe conseguir que su autorrespeto sea razonablemente independiente de la valoración externa. Y esto significa que deben promoverse también la independencia para con el propio terapeuta, que irá estimulando los pasos hacia la autonomía del paciente respecto a él mismo.



De nuevo una digresión para señalar la sensación a la vez de cercanía y lejanía para con la técnica psicoanalítica. En el lenguaje clásico del psicoanálisis se habló de resolución de la neurosis de transferencia. Hoy día, la trasferencia se ve de forma distinta a como se veía antes (Westen y Gabbard, 2002), se considera necesario una progresiva toma de conciencia de las modalidades de reacción activadas en el específico contexto interpersonal de la relación terapéutica, para así regularlas -si bien la perspectiva teórica de ahora ve que este trabajo va combinado con los efectos directamente terapéuticos del nuevo vínculo, que no pasan por la toma de conciencia.



Entendemos que en este Estadio 3 se trabaja específicamente con las actitudes del paciente que puedan implicar dependencia del vínculo para el mantenimiento del self, y se tiene cuidado de tomar conciencia de las actitudes del propio terapeuta que puedan potenciar esta dependencia, para manejarlas.



Estadio 4: lograr la capacidad de sostener la alegría. Los autores no se detienen mucho en explicar esta fase, diciendo sólo que ahora los objetivos pasan por ampliar la conciencia, la plenitud espiritual y el movimiento dentro del flujo vital, y que en este momento los pacientes pueden beneficiarse de la psicoterapia de larga duración orientada al insight, y de dirección espiritual o las prácticas espirituales. En el ejemplo clínico que ofrecen al final del trabajo, la paciente es Sally. Ella ha perdido a uno de sus dos hijos en un accidente, y poco después perdió a su madre, y su padre enfermó. Trabaja de forma estable y satisfactoria, y está casada con un hombre fiel y dedicado, pero que tiene poca sensibilidad interpersonal y tiende a desvalorizarla. El Estadio 1 de Sally duró dos años, y después la terapia se ha prolongado, aunque con sesiones muy espaciadas, durante 15 años. A lo largo del tratamiento se ha trabajado su duelo y en su Estadio 4 el objetivo es superar el sentimiento de incompletud que se opone a su capacidad de disfrutar. Para esto necesita una “aceptación radical” de la muerte de su hijo, de manera que retome actividades espirituales que anteriormente la llenaban, como la meditación.



LA ESTRUCTURACIÓN DEL TRATAMIENTO: FUNCIONES Y MODOS DE ABORDAJE



En este apartado, tras exponer las funciones o servicios esenciales del tratamiento TCD, los autores van describiendo las distintas modalidades de abordaje para realizar dichas funciones. En este enfoque las responsabilidades están desperdigadas a través de distintas modalidades de tratamiento, realizadas en distintos ámbitos y por distintas personas. Sin embargo, el terapeuta individual es en todo momento el principal terapeuta, y es responsable de organizar el tratamiento de forma que las distintas intervenciones estén coordinadas.



La primera modalidad de intervención es la terapia individual. Ésta se organiza normalmente en una sesión semanal de entre 50 y 90 minutos, pero en los estadios iniciales, o en los periodos de crisis, puede haber dos sesiones semanales.



En la terapia individual se van trabajando los objetivos diseñados de modo ordenado, pero siempre atendiendo a la relevancia que un determinado problema tenga en el presente, es decir, se prioriza el material importante que es traído a la sesión o el que se manifiesta en la misma sesión. Esto significa un trabajo siguiendo objetivos programados, diseñados en base al tipo de trastorno que se trata, como vimos antes, pero a la vez flexibilidad suficiente como para tener en cuenta lo que en cada momento presente está siendo activado en el paciente. Por ejemplo, en el Estadio 1 se va trabajando la temática propia de esta etapa, como son los temas relacionados con las habilidades interpersonales, o con la habilidad para tolerar la ansiedad. Pero si ha habido una conducta parasuicida, o una conducta que interfiere con la terapia de las que anteriormente se han expuesto, siempre se dedica a este tema al menos parte de la sesión.



Como ayuda para establecer la relevancia de las conductas que hay trabajar, el terapeuta usa tarjetas diarias que el paciente ha de rellenar en casa, y se revisan al principio de cada sesión. En ellas el paciente escribe cada incidente de conductas parasuicidas, ideación suicida, tristeza, consumo de drogas (tanto lícitas como ilícitas), y la práctica de habilidades conductuales que haya realizado. Si el paciente no completa la tarjeta esto se considera una conducta que interfiere con la terapia.



De este modo, en las sesiones individuales se trabajan tanto los problemas estructurados en el programa como los que surgen espontáneamente, y se utilizan diferentes estrategias de las que se describen en el apartado próximo, incluyendo la interpretación y la validación (nombre que aquí se da a las interpretaciones afirmativas).



Otra modalidad de intervención dentro del tratamiento es el entrenamiento en habilidades. Esto se lleva a cabo en sesiones grupales de dos horas o dos horas y media que se imparten cada semana, y a las cuales los pacientes asisten durante al menos el primer año de tratamiento, y después continúan si ellos lo desean. Podríamos decir que, aunque no separadas de forma rígida, en este ámbito las estrategias de intervención son más conductistas (como adquisición, refuerzo y generalización de habilidades), siguiendo un programa estructurado, trabajando los temas que tocan o que el terapeuta propone. Por el contrario, diríamos que en las sesiones individuales, aunque partiendo también de los objetivos generales, el abordaje es más flexible y dependiente del material que el paciente traiga a la sesión, y las estrategias de intervención son evidentemente más psicodinámicas. Como vemos, los autores consideran más productivo, por ser menos dificultoso, separar la función psicopedagógica de la psicoterapéutica.



Una modalidad añadida especialmente para pacientes que tienen problemas de consumo de drogas, es la consulta de habilidades. Se trata de que uno de los líderes del grupo de entrenamiento en habilidades lleve un seguimiento directo de un paciente en cuanto a los ejercicios de reforzamiento, revisión de trabajo para casa, retroalimentación (o devolución de su punto de vista sobre cómo lo va realizando). Es decir, un miembro aventajado del grupo imparte clases particulares a otro, con lo que se persigue así reforzar el vínculo del paciente a, al menos un miembro del grupo, y así incrementar la asistencia a las sesiones grupales.



Parte integral de esta terapia son las consultas telefónicas. Éstas tienen diversas funciones: dirigir la puesta en práctica de las habilidades, favoreciendo su generalización en ámbitos cotidianos, intervenir en crisis de emergencia, y aportar un contexto para reparar la relación terapéutica sin que haya que esperar a la próxima sesión. Esto último es importante en este tipo de pacientes que frecuentemente tienen reacciones negativas a las interacciones de las sesiones de terapia, y teniendo en cuenta la falta de regulación emocional se considera importante darle la oportunidad de restaurar la relación, de forma que por teléfono se alivie y se reasegure al paciente hasta el siguiente encuentro, en el que se trate el tema con profundidad. Los autores lo expresan con claridad “Un terapeuta hábil usa las llamadas de teléfono por sólo una razón: mantener un paciente en la terapia (incluyendo, por supuesto, mantener al paciente vivo cuando es necesario)” (p. 488).



Nos detendremos aquí en algo que los autores consideran sumamente importante, la captación y control de todas las posibles contingencias que puedan favorecer los síntomas o conductas disfuncionales. Se entiende aquí por contingencia los hechos que pueden ocurrir coincidentes con los síntomas, y que por tanto quedarán asociados a estos. En TCD se enfatiza el hecho de que lo que se ofrezca en los distintos tipos de llamadas de ayuda sea lo más similar posible, es decir, tanto si el paciente llama diciendo que está a punto de cometer suicidio, como si llama para pedir una orientación sobre cómo comportarse ante un problema familiar, o para tener una charla tranquilizadora, lo que el terapeuta esté dispuesto a darle debe ser similar. Y esto para que el paciente no asocie la conducta suicida a un incremento de contacto telefónico. Como para evitar esto el terapeuta sólo puede hacer dos cosas, o bien rehusar recibir ninguna llamada o bien hacer que el paciente lo llame no sólo entonces sino también en otras situaciones, Linehan opta por lo segundo. Por eso sostienen que en TCD es considerado una conducta que interfiere con la terapia tanto el llamar al terapeuta demasiado poco como llamarlo con demasiada frecuencia.



Efectivamente, esto se ve claro en uno de los ejemplos clínicos del final del trabajo. Expondremos aquí una parte de este caso porque ilustra bien el tema que ahora queremos resaltar. Cindy es una paciente muy grave, con múltiples incidentes suicidas y parasuicidas. Las conductas parasuicidas de Cindy la hacían ingresar en el hospital con frecuencia, o bien otras veces ella misma avisaba de estar teniendo fuertes ideas de suicidio y pedía hospitalización por temor a realizarlo. Analizando un modelo de conducta que se repetía, la terapeuta (Linehan), consideró de máxima importancia causal la contingencia entre la hospitalización y los actos parasuicidas (autolesiones graves, como cortarse o quemarse). La interpretación aquí es que alguna motivación relacionada con internarse en su hospital preferido, como podría ser el sentirse cuidada, producía que la hospitalización actuara como reforzador de las conductas autolesivas. Esto llevó a la terapeuta a sentir la necesidad de tomar medidas para cortar esta contingencia. Pero por otra parte, la paciente no estaba de acuerdo con esta visión de las cosas, y sentía que la terapeuta no la comprendía, no creía en su sufrimiento real y le atribuía actitudes manipuladoras, por lo que se sentía dolida y ofendida. Usando una estrategia a la que después nos referiremos (consulta de asesoramiento sobre el caso con otros profesionales, estando Cindy presente), la terapeuta planteó un nuevo régimen de tratamiento que impidiera esta contingencia. El nuevo plan consistió en que Cindy podría elegir a voluntad estar tres días en el hospital, y al final de este tiempo siempre tendría que salir. Si ella seguía pensando que estaba en serio peligro de suicidio, podría ser transferida entonces a otro hospital menos preferido por ella, de modo que su seguridad estuviera salvaguardada. De este modo, la base de la admisión en su hospital no sería la conducta parasuicida. Pero los autores explican el extremo cuidado con que se planteó esta medida en la reunión, haciendo hincapié al respeto de la terapeuta por el punto de vista de la paciente, y en la consideración de la interpretación de la terapeuta de lo que ocurría como un punto de vista más, sólo que, debido a su responsabilidad como profesional que llevaba la dirección del caso, ésta se veía en la obligación de ser consecuente con lo que ella pensaba que estaba ocurriendo, porque creía que esto estaba poniendo en peligro la vida de la paciente.



Todo esto muestra los tremendos desafíos con que se enfrenta Linehan por sostener un modelo que integra con similar peso puntos de vista conductuales y psicodinámicos, y muestra sus esfuerzos por resolver las dificultades que ello les provoca.



En relación con este énfasis en la búsqueda de contingencias, se propone otra modalidad de intervención: la estructuración del entorno. Se trata de estar siempre buscando qué factores en las reglas y en el personal del programa de tratamiento están reforzando conductas que se quieren eliminar, si a través de las conductas suicidas o maladaptativas el paciente consigue la ayuda que quiere, con lo cual esta contingencia provoca la asociación y refuerza la conducta. Un ejemplo que dan los autores para evitar esto consiste en hacer contratos con los pacientes por los cuales si mejoran después de por ejemplo un año de tratamiento se continuará la terapia, y en caso contrario se derivarán a otro programa.



El programa comprende también una importante atención a los terapeutas, al considerar que éstos están sometidos a un estrés enorme. Se requiere que todo terapeuta esté en relación de supervisión semanal con una persona o con un grupo, en ambos casos terapeutas que atienden pacientes límite con TCD, de modo que en el grupo cada miembro es a la vez terapeuta y “paciente” de otros terapeutas.



El encuadre puede ser variable, y dependiendo de éste (no es lo mismo trabajar en el marco de un hospital de día, de un hospital con pacientes internos, o en una consulta privada), se contempla adaptar el tratamiento. Por ejemplo, en la práctica privada podría adoptarse la modalidad de que el terapeuta pueda ver al paciente dos veces por semana y actuar una como psicoterapeuta y otra como pedagogo para el entrenamiento en habilidades, al ser más difícil organizar un grupo, o bien otras alternativas.



Por último, los autores hablan de las variables del paciente requeridas para entrar en TCD, poniendo como fundamental la participación voluntaria y el compromiso con un periodo de tiempo específico que, como mínimo, es entre 6 mese y 1 año (el paciente puede pedir interrumpir el tratamiento pero ha de asumir que si la petición es denegada tendrá que continuar). Aquí sostienen explícitamente que lo primero es crear un vínculo fuerte con el paciente, y después usar este vínculo para promover el cambio. Esto es, de nuevo, una muestra de las raíces psicodinámicas del enfoque, y lo podríamos traducir al lenguaje psicoanalítico como el necesario establecimiento de una importante transferencia positiva.



En cuanto a las variables del terapeuta, Linehan propone rasgos de personalidad importantes expresados en términos de dimensiones bipolares que han de estar equilibradas. La primera es la aceptación y valoración del paciente y de la relación tal como es en el momento presente, sin juzgar, a la vez que se asume la necesidad de cambio y la responsabilidad de dirigir ese proceso. La segunda, equilibrio entre seguridad en la propia posición y por otra parte capacidad de autocuestionamiento, y la tercera, equilibrio entre la capacidad de “nutrir” (enseñar, ayudar, reforzar), por un lado, y por otro la capacidad de ver al paciente como alguien capaz, de modo que se le vaya dando margen para que cambie y se independice.



ESTRATEGIAS DEL TRATAMIENTO



En este apartado los autores describen las diferentes estrategias que se usan, de forma coordinada, en TCD. Existen cinco clases de estrategias: dialécticas, nucleares, estilísticas, estrategias de dirección del caso y estrategias integradas. En este trabajo los autores exponen las cuatro primeras.



Estrategias dialécticas



Con la expresión “estrategias dialécticas” se refieren a distintos significados. Por un lado, a que el terapeuta tiene que estar continuamente buscando el equilibrio entre las tensiones que se producen en la terapia, por ejemplo se busca el equilibrio entre la aceptación y el cambio, entre el “nutrir” (para nosotros afirmar, validar, reconocer) y el retar (psicoanalíticamente sería confrontar, interpretar), entre prestar atención a las capacidades y hacerlo a las limitaciones o déficits. Los autores reconocen que hoy día todos los enfoques terapéuticos buscan este equilibrio, pero en TCD se convierte en central el buscar el equilibrio a través de analizar los opuestos y encontrar una síntesis. Este equilibrio ha de enseñarse al paciente, no de forma explícita o teórica (debido a lo abstracto de estos conceptos) sino a través de ir viendo en cada ejemplo cómo la comprensión y aceptación de una idea, un deseo, no invalida otro opuesto que también está presente. En resumen, se intenta que el paciente abandone su pensamiento dicotómico y vaya haciendo suya una forma de pensamiento que ve la realidad como compleja y múltiple, que tolere sus contradicciones internas.



Para la visión psicoanalítica, que ha trabajado desde los orígenes con la noción de conflicto como clave central, todo esto no suena nuevo. Pero sí es enriquecedor ver la nueva forma de expresarlo y concebirlo, relacionada con la cultura budista a decir de los autores. Se tiene la impresión de que aquí se hace explícito algo que es presupuesto en psicoanálisis: que el conflicto es inherente a la vida y al ser humano, que no hay que huir de él sino comprenderlo y aceptarlo, y buscar soluciones teniendo en cuenta que los deseos son siempre múltiples y muchas veces contradictorios. A continuación vemos las estrategias dialécticas específicas usadas en TCD.



Asumir la paradoja. El terapeuta no niega las paradojas implícitas en el proceso de tratamiento o en la realidad en general, sino que las presenta tal como se dan, sin explicarlas racionalmente. Se deja que sea el paciente el que busque la síntesis de las polaridades para comprender. Ejemplos de paradoja de Linehan son: los pacientes son libres de elegir su conducta, pero no pueden estar en terapia si no trabajan para cambiarla. Se les enseña a adquirir más independencia, para que la usen pidiendo ayuda a los otros. El paciente tiene derecho a matarse a sí mismo, pero si alguna vez se considera que están en serio riesgo de suicidio se le encerrará. El paciente no es responsable de estar como está, pero es responsable de lo que llega a ser... (Cuántas veces uno se ha podido sentir incoherente, y por tanto con cierta carga de malestar, por no saber admitir estas contradicciones esenciales).



Usar la metáfora: parábola, mito, analogía y contar cuentos. Se utilizan todos estos recursos para que el paciente comprenda algo que en principio le cuesta. De nuevo vamos a un ejemplo que se relata en las sesiones clínicas transcritas. La paciente llega a sesión tras un incidente esa semana en que se ha autolesionado abriéndose una herida previa que ella misma se había infligido. La explicación que da es que el médico no quiso facilitarle medicamentos para el dolor, y como éste no se creía hasta qué punto le dolía, sintió que tenía que demostrárselo de alguna forma. De manera que la explicación o “pensamiento falso” de la paciente es que se autolesionó por no poder soportar el dolor fisico, pero la terapeuta quiere hacerle ver que la motivación real no era el dolor, sino más bien otra (que más adelante sale a la luz, relacionada con su sentimiento de no importarle a nadie, de no ser cuidada ni reconocida ni amada). Para esto, la terapeuta cuenta a la paciente una historia, le pide que se imagine que ambas van en una barca en medio del océano, porque su barco se ha hundido. Al hundirse el barco la paciente se cortó la pierna y le duele mucho. Se la han vendado, pero no tiene ningún analgésico en la balsa a la deriva. La cuestión es, si ella le pidiera medicación y la terapeuta dijera que no, ¿se habría lesionado la pierna para ponerse peor? E incluso, si hubiera medicamentos para el dolor pero le dijera que no se lo daba porque debían guardarlos y no gastarlos por la situación en que estaban, ¿se habría lesionado entonces? La paciente responde que no. Así se avanza en la aclaración de que el dolor no es lo que le provoca herirse sino, más bien, sentir que alguien no le ofrece ayuda cuando ella siente que podría dársela si quisiera.



Jugar a abogado del diablo. Esta estrategia proviene de las terapias cognitivas, y se trata de que el terapeuta se coloque en la posición de quien defiende creencias disfuncionales del propio paciente, en una versión extrema. Siguiendo el ejemplo de los autores, si el paciente dice “estoy tan gorda, que mejor estaría muerta”, el terapeuta entonces argumenta a favor de esto, y sugiere que como eso es verdad para la paciente, también debe ser verdad para el resto de la gente, de modo que toda la gente con sobrepeso debería estar muerta. Y como es muy relativo lo que cada uno considera que es estar gordo, debe haber muchísima gente que debería morir.



Más interesante es el ejemplo clínico al que nos referiremos ahora. En una de las primeras sesiones, Linehan está intentando conseguir que la paciente se comprometa con la terapia. La paciente dice tener deseos de empezar, porque ya no aguanta más su estado, viviendo así desde los 11 años, y dice (P): “Estoy entre la espada y la pared. Necesito empezar (el tratamiento) o morir. Estas son mis dos elecciones”. Entonces la terapeuta (T) dice: “¿Por qué no morir?”, y la paciente (P) responde: “Bueno, si esto no resulta moriré”, (T): “¿Pero, por qué no ahora?”. (P): “Porque si me queda esta última esperanza, prefiero vivir que morir si puedo hacerlo”.



Sin embargo, la estrategia de abogado del diablo puede volverse en contra si el terapeuta no tiene suficiente sensibilidad como para sentir cuándo está llegando al límite de la tensión que la paciente puede soportar. De hecho, esto ocurre poco después en esta misma sesión, cuando la terapeuta intenta reforzar el compromiso utilizando de nuevo esta estrategia. En este momento le está aclarando a la paciente que el compromiso de estar un año en tratamiento implica no cometer suicidio, y aunque la paciente asiente, la terapeuta sigue: (T): “¿Preferirías estar en una terapia en la que si tú quisieras pudieras matarte?”, (P): “No sé, nunca lo he pensado de ese modo.” (T): “Hmmm”, (P): “No quiero... Quiero ser capaz de alcanzar el punto en que yo pudiera sentirme como no estando forzada a vivir”, (T): “¿Luego estás de acuerdo conmigo, porque te estás sintiendo forzada a estarlo?”, (P): “Sigues preguntándome todas estas cosas”, (T): “¿Qué piensas?”, (P): “No sé lo que pienso ahora, honestamente.” Poco después, la paciente empieza a llorar, y la terapeuta da marcha atrás.



Desde nuestra visión lo que ocurre aquí es que la paciente se ha sentido presionada, y ha sentido que se considera que ella opta por el suicidio con plenas facultades, pero no es así, sino que lo vive como un acto necesario cuando no soporta el sufrimiento psíquico. La paciente por tanto aquí no se ha sentido reconocida por la terapeuta, y empieza a sentirse mal. La terapeuta cambia entonces a otra actitud y otra estrategia, pasa a reconocer y animar a la paciente y también a exponerle lo que ella pretendía hablándole así: (T): “Hoy tienes un estado de ánimo muy alto, pero dentro de 5 horas puede no ser así, y nosotros tenemos que trabajar para hacer que esto siga siendo una buena idea. Será un infierno, pero yo tengo confianza”. La relación queda restaurada.



“Hacer limonada a partir de los limones”. Se trata de ver los problemas como oportunidades para que el paciente se desarrolle. Seguimos con el ejemplo anterior. La paciente va relatando los pasos que precedieron a su autolesión, y cómo fallaron los intentos de aguantar el dolor, de soportar la ansiedad, de regular las emociones que la abrumaron. Ante esto, la terapeuta muestra que ella realmente usó habilidades que estaba aprendiendo, y durante un breve tiempo funcionaron (intentó evadirse del dolor tocando música, leyendo, haciendo crucigramas; intentó la estrategia de “aceptación” concienciándose de que la realidad –los otros- no iba a cambiar y debía aceptarlo) hasta que algo no dio resultado. Así, la terapeuta anima y ofrece a la paciente una visión más positiva de sí misma.



Estrategias nucleares



Las estrategias nucleares son de dos tipos: validación y resolución de problemas, y en todo momento los autores enfatizan la necesidad de equilibrar ambos tipos en los distintos momentos del tratamiento.



Validación. Pensamos que este nombre equivale a lo que en psicoanálisis aportó Kilingmo (1995) con el nombre de “afirmación” o “interpretación afirmativa”. Implica reconocer al paciente, la legitimación de su self presente vía la comprensión de su sufrimiento. Aquí los autores señalan que una terapia puede ser intensamente iatrogénica si el terapeuta se centra exclusivamente en la necesidad de cambio por parte del paciente, y además, en el caso de los trastornos límite, con esta actitud se confirman los peores temores del paciente y se repite la posición del entorno invalidante: desconfianza e invalidación sobre cómo ellos responde a los hechos del entorno.



La validación, intervención en la que los autores se extienden de modo que da buena idea de la importancia que le otorgan, implica comunicar al paciente que sus respuestas tienen sentido dentro de su contexto y su situación vital, y con ello se comunica una aceptación. No se minusvalora el sufrimiento que le lleva a sus respuestas, por más disfuncionales o destructivas que éstas puedan parecer. Los autores sostienen que la validación es un reconocimiento de lo que es válido, pero no significa “hacer” válido. Pensamos que con esto intentan diferenciarla de lo que podría entenderse erróneamente como una transmisión directa de valores, cuando especifican que el terapeuta no aporta al paciente la conducta que es válida, sino que reconoce su validez para el paciente, ya que si éste la sostiene es porque ha tenido sus motivos –aunque esto no implique que esa conducta sea saludable o adaptativa. Por otra parte, ese reconocimiento le viene dado a través de la intersubjetividad, reconociéndose a sí mismo el terapeuta como otra persona capaz de tener esa misma conducta si sus circunstancias hubieran sido similares.



En el libro de Linehan a que continuamente hacen referencia los autores, se muestra la importancia de este concepto. Ella establece seis niveles distintos de validación, en orden creciente de complejidad. Estos niveles son descritos como: 1) estar genuinamente interesado en el paciente; 2) transmitir a éste entendimiento y reflexión de lo que éste ha dicho; 3) transmitirle a su vez comprensión de aspectos de la experiencia que el paciente no ha comunicado directamente; 4) validar la conducta a través de mostrar que ésta es causada; 5) mostrar los aspectos razonables y bien basados, en relación con la respuesta del entorno, de la conducta (sin evitar comentar también los aspectos disfuncionales); y 6) creer en el paciente como sujeto capaz de cambio, como persona de igual estatus e igual merecido respeto, que va más allá de lo que implica la etiqueta de su diagnóstico o su rol como paciente.



Dentro de la validación, sitúan los autores la estrategia de “animar”, a través de la cual el terapeuta transmite al paciente una visión positiva de si mismo, le comunica su creencia de que lo están haciendo de la mejor manera y que cree en sus habilidades, y resalta cualquier evidencia de mejoría. Pensamos que esta estrategia tiene que ver con lo que Kohut (1971) describió como función especular desarrollada por los padres hacia el niño, y también por el terapeuta hacia el paciente, mediante la cual la representación del otro como válido en la intersubjetividad acaba siendo interiorizada por el sujeto, convirtiéndose en su propia manera de verse a sí mismo. La diferencia está, como después analizaremos, en que en psicoanálisis huimos en general del término “estrategia” para explicar estos conceptos, por lo que puede implicar de actitud preparada y no genuina.



Por otro lado, es interesante algo que aquí los autores señalan: la necesidad de manejar con mucho cuidado la estrategia de “animar”, ya que en caso contrario puede tener efectos opuestos al invalidar la percepción que el paciente tiene de sí mismo, aunque ésta sea negativa, invalidar su desesperanza.



Resolución de problemas. Éste es el otro grupo de estrategias que forman el núcleo de TCD, y son la contrapartida de la validación, ya que si ésta se centra en la aceptación de la situación presente, la resolución de problemas se centra en el cambio. Recordamos que el objetivo siempre en mente en este enfoque es mantener en cada momento una fina armonía entre ambos tipos de actitud-intervención. Se proponen 6 tipos de estrategias de resolución de problemas, que iremos describiendo a continuación.



En primer lugar está el análisis conductual. Aquí el terapeuta selecciona un problema, normalmente a través del relato del paciente o de lo que escribe en su tarjeta diaria, y se define en términos conductuales. A partir de ahí, se realiza un análisis exhaustivo de toda la cadena de eventos que se suceden unos a otros hasta llegar a la conducta. El terapeuta así va construyendo un esquema general que es como un mapa, en el que se ve cómo el paciente llega a sus respuestas disfuncionales, cómo empieza el proceso, y también señala qué posibles vías alternativa hubieran llevado a otra posible solución. El objetivo aquí es determinar qué función tiene la conducta en el contexto de una serie de conductas. Para este análisis en cadena se empieza siempre con un evento específico del entorno, atendiendo siempre a la descripción de todos los eventos que estuvieron presentes simultáneamente con el comienzo del problema, y algo importante, se realiza este análisis a partir de aquí utilizando segmentos de conducta muy pequeños (para poner una analogía, recordemos el análisis que realiza Stern [1985] en su estudio de la interacción madre hijo, cuando graba sesiones de juego y después las reproduce a cámara lenta, analizando así las sutiles reacciones producidas en espacios de tiempo mínimos). Por otra parte, se estudian también las consecuencias que mantienen esta respuesta problemática, es decir, no sólo se presta atención a los eventos antecedentes, sino a los posteriores, tanto para las emociones, sensaciones somáticas, pensamientos o suposiciones del paciente, como a lo que cambió en el propio entorno. Y para esto los autores piensan que es crucial el conocimiento de las reglas de aprendizaje y principios de reforzamiento. Por último se construyen hipótesis sobre las causas, los hechos que son importantes a la hora de generar y mantener la conducta problema, tanto externos al sujeto como internos (estados emocionales intensos para los que existe la motivación a reducirlos, déficits en pensamiento dialéctico o en habilidades conductuales...).



Detengámonos aquí. Los autores expresan la necesidad de analizar la función de la conducta, entendiendo función en dos sentidos. Por un lado, cuando hablan de los eventos precedentes que fueron dando lugar, a través de la reacción en cadena, a la respuesta problemática, están situándose en el campo de las teorías psicoanalíticas de la motivación. Aquí estudian qué dio lugar a ella en términos de qué la motivó, consciente o inconscientemente. Por otro lado, los autores hablan de la función de la conducta en términos de consecuencias, para lo que abogan por estar atentos a las contingencias de modo que se pueda captar los posibles reforzamientos que impiden que esa conducta disfuncional desaparezca. De modo que aquí se estudia la función de la conducta en el sentido conductista, por eso aluden a la necesidad de tener conocimiento de las teorías del aprendizaje. Este doble sentido de la “función” de la conducta está en relación con los dos distintos modos de concebir la motivación, bien como empuje, bien como meta (Pervin, 1996). De manera que una vez más, dos enfoques en principio muy diferentes están integrados en esta aproximación. Dejaremos para el final el análisis y la crítica de lo que consideramos que ellos privilegian en esta integración.



En un ejemplo de sesión transcrito, se muestran los pasos del análisis conductual cuando la terapeuta está intentado ver qué cadena de eventos llevó a la paciente a autolesionarse abriendo su propia herida. Empezando por cuándo empezó a sentir dolor en la herida, qué pasos fueron viniendo después, cómo actuó y cuáles fueron las reacciones del entorno a esos pasos (la actitud cariñosa de la enfermera que directamente la atendió, frente a la negativa del médico a darle la medicina), qué sentimientos fueron produciendo en ella esas reacciones del entorno (al principio se sintió herida, lloró, luego se fue rearmando con rabia), etc. Y a la vez la terapeuta va construyendo caminos alternativos, como plantearse si hubiera sido posible pedir a la enfermera que estuviera con ella para sentirse acompañada y querida. En medio de todo esto, la terapeuta se enfrenta con lo que para nosotros son resistencias de la paciente, que continuamente tiene que desafiar.



El análisis de la solución es la segunda estrategia de resolución de problemas del TCD, y consiste en un intento activo de encontrar soluciones alternativas al problema que ya se ha identificado y analizado. Aunque a veces esto ya se ha hecho antes, como hemos visto en el ejemplo, otras veces no ha surgido tan fácilmente y hay que completar la tarea, pidiéndose al paciente una lluvia de ideas para buscar soluciones posibles, teniendo en cuenta primar los resultados a corto plazo más que a largo, y primar también que esas soluciones den ganancias para el paciente más que para los otros.



Procedimientos de resolución de problemas. Estos procedimientos están directamente extraídos del enfoque cognitivo-conductual: son el entrenamiento en habilidades, los procedimientos de contingencia, la exposición y la modificación cognitiva. Ahora bien, aquí los autores resaltan una diferencia respecto al modo como se trabaja en los tratamientos clásicos conductuales y cognitivos. La diferencia está en que en TCD estas estrategias no se emplean de forma estructurada sino entretejidas con el diálogo terapéutico, no diferenciando demasiado entre una u otra técnica, y en sus propias palabras “aunque el terapeuta debe también ser consciente de los principios que gobiernan la efectividad de cada procedimiento, el uso de cada uno es normalmente una respuesta inmediata a los eventos que se despliegan en una sesión particular” (p. 498).



Esto de nuevo nos da una idea de cómo se ha integrado el enfoque psicodinámico con el cognitivo-conductual. Por un lado se utilizan técnicas cognitivo-conductuales pero, por otro, se prioriza la espontaneidad en la sesión (como corresponde a la importancia dada al vínculo), y se da privilegio al material que trae el paciente, puesto que refleja su mundo interno, y concretamente el que está activo en el momento de la sesión, tal como es clásico en la orientación psicoanalítica.



La única parcela de estos procedimientos que se trabaja sistemáticamente, al dársele un encuadre especial (el grupo), es el entrenamiento en habilidades. Para TCD el término “habilidad” se usa en sentido amplio, para referirse a capacidades no sólo conductuales, sino emocionales y cognitivas, y la integración de todas ellas. Se modela, se instruye y aconseja al paciente, se refuerza su utilización, y se trabaja para que se generalicen a otras situaciones externas a las sesiones grupales.



Ya hemos señalado antes que el análisis de la contingencia, es decir, de la relación entre dos conductas, es de extrema importancia para este enfoque, y los procedimientos de contingencia se refieren a la contingencia dentro de las sesiones de tratamiento, en tanto que toda respuesta del terapeuta es un posible reforzamiento, castigo, o eliminación de reforzamiento para una determinada conducta del paciente. Señalan los autores que la contingencia más importante para la mayoría de los pacientes límite es la conducta interpersonal del terapeuta con el paciente, y que a su vez la habilidad del terapeuta para influir en el paciente está directamente relacionada con las características de la relación existente entre los dos. Ahora nos detendremos en esto porque está muy en conexión con los desarrollos recientes en psicoanálisis.



Efectivamente, el tema del que hablan los autores es equiparable a la transferencia psicoanalítica, pero ésta tal y como se comprende hoy día a la luz de los recientes desarrollos de la neurociencia y los modelos cognitivos de procesamiento paralelo (Westen y Gabbard, 2002). La definición que hacen de la contingencia en la sesión presenta una concepción equivalente a la transferencia entendida en términos procedimentales, la transferencia explicada por el aprendizaje asociativo previo, puesto en marcha en la relación intersubjetiva construida momento a momento. En esta concepción de la transferencia se trata de tomar conciencia de la relación entre cada rasgo o actitud del terapeuta que provoca una respuesta de entre las existentes en el repertorio del paciente, y ver cómo a su vez esta respuesta provoca una reacción en el terapeuta. Y de esto se deriva la necesidad de atender a la toma de conciencia de estas reacciones porque pueden significar un refuerzo que mantenga conductas indeseables (“conductas” en un sentido amplio: sentimientos, fantasías, actuaciones), repitiendo así el terapeuta las actitudes del medio que las provocó (de los otros significativos).



Esta equiparación la hacen los propios autores cuando continúan diciendo que el manejo de la contingencia puede requerir el uso de consecuencias aversivas, y que esto es equivalente al “establecimiento de límites” propugnado por otros tratamientos. Para dar un ejemplo concreto de castigo en la sesión hablan de un paciente que ha realizado un acto parasuicida, y el hecho de tener que hablar de él con detenimiento es ya un castigo (una contingencia aversiva para con la conducta, un fenómeno displacentero que es asociado con ésta). Pero los autores dan indicaciones de cómo deben de impartirse los castigos o límites, señalan que: 1) Es importante que el paciente pueda tener algún modo de terminar con su aplicación; lo que vemos está relacionado con tener en cuenta la motivación del sujeto hacia la autoeficacia (Lichtenberg, 1989) hacia sentir que puede controlar, de algún modo, los eventos externos. Siguiendo con el ejemplo anterior, los autores señalan que después de hablar del incidente, el paciente debe poder cambiar a otros temas. 2) Es importante que el castigo nunca sea demasiado fuerte como para que no pueda ser restaurada la relación positiva. 3) El castigo debe ser suficientemente fuerte como para que funcione. En último término, la terminación de la terapia es el mayor castigo, pero siempre es mejor dar “vacaciones”, de modo que si la situación es tan seria que han fallado otras estrategias, o se han cruzado los límites personales del terapeuta, se debe identificar las conductas a cambiar y dejar claro que cuando se reúnan las condiciones, el paciente debe volver, de este modo “En términos coloquiales, se echa al paciente a la vez que se lo engancha para que vuelva” (p. 499).



Por otro lado, los autores sostienen que deben evitarse los límites arbitrarios del encuadre, y que estos variarán según los terapeutas y según el momento del tratamiento (una actitud constructivista como ésta ha de ver diferente lo que puede ser tolerable o no según la persona del terapeuta y el momento por el que pase). Y algo interesante, sostienen que los límites deben presentarse al paciente como planteados por el bien del terapeuta, no por el bien del paciente. Algo que podríamos asumir dentro de la orientación psicoanalítica, pues si bien es cierto que gran parte de la justificación de los límites en nuestro campo ha sido puesta sobre necesidades propias del tratamiento en sí, por el bien del paciente, no es menos cierto que en muchas ocasiones, un trabajo autocrítico de reconocimiento de los propios intereses en juego del analista se ha echado en falta. Aquí los autores dan una razón de peso para su postura: los pacientes pueden siempre dar argumentos de que ellos saben mejor que nadie lo que les viene bien o mal, pero no pueden tener lo último que decir sobre lo que es bueno para su terapeuta.



La modificación cognitiva es el tercer procedimiento de resolución de problemas, veamos lo que dicen los autores. Para ellos, aunque se usan las clásicas técnicas de reestructuración cognitiva de Beck o Ellis, éstas no son predominantes en TCD, contrariamente al análisis de contingencia, que se usa sin interrupción. Además, sostienen que se da a los pacientes el mensaje de que es igualmente probable que se produzca una distorsión cognitiva a causa de la excitación emocional, como que se dé al revés, que la excitación emocional sea causa de la distorsión cognitiva. Señalan que la mayor parte de las veces lo que causa el sufrimiento son los eventos en extremo estresantes de su vida, y no que se distorsionen los eventos reales.



¿Qué vemos aquí? En primer lugar, siguiendo la expresión de los autores, TCD es un tratamiento mucho más conductual que cognitivo, pero nosotros también vemos que es más psicodinámico que cognitivo. Y esto porque 1) enfatizan los aspectos procedimentales más que los declarativos o simbólicos; pero, también 2) enfatizan más, quizá por la población a la que se dirigen -los pacientes límite- los factores emocionales como causas, sobre los factores cognitivos. Para Linehan, la causa más importante no estriba en un funcionamiento automático del psiquismo exento de motivación, que es la explicación primordial de la orientación cognitiva. Contrariamente, en TCD el factor motivacional está privilegiado por encima de cualquier otro, y en esto coinciden con el modelo psicoanalítico plenamente. Ellos ven como causa primaria del trastorno la búsqueda del sujeto de evitar el displacer que le causan las emociones tremendamente displacenteras y angustiosas, sin que por otro lado hayan desarrollado recursos para enfrentarse a su angustia y a sus necesidades con modos más constructivos y satisfactorios.



La técnica de la exposición



Por último, un cuarto procedimiento es lo que se conoce como exposición. Esta es una técnica conductual que, recordamos, consiste en exponer al paciente a las condiciones que le perturban pero para poder enfrentar la situación de una manera diferente desde el punto de vista emocional. Un ejemplo de exposición es que un paciente fóbico a una situación (viajar en autobús, ir a un lugar, etc.) se “exponga” a esa situación, enfrentándola.



Las indicaciones de los autores en este apartado van en tres sentidos: 1) cuidar que no se refuerce la clave o señal que precede a la conducta problema, 2) obstaculizar las respuestas disfuncionales (por ejemplo, conseguir que un paciente se desprenda de medicamentos acumulados para no facilitar la sobredosis), 3) reforzar las conductas opuestas a la conducta disfuncional (si una conducta suicida está relacionada con sentimientos de vergüenza y dolor, reforzar al paciente para que hable de estos sentimientos). Estos procedimientos se usan a lo largo de toda la terapia, pero especialmente en el Estadio 2, y previamente se orienta al paciente sobre el sentido de la técnica y su dificultad. Además, se va enseñando al paciente a ir adquiriendo control sobre los hechos aversivos, de ahí que en TCD se cuide que el paciente vaya teniendo algún medio de finalizar la “exposición” (el enfrentamiento a lo que se teme, por haberse dado condicionamiento previo disfuncional) cuando las emociones sean muy fuertes. En el ejemplo de una paciente que está hablando de un tema que le está produciendo fuertes emociones dolorosas, como puede ser recordar el abuso sexual en su niñez, el paciente debe poder finalizar esa exposición al reencuentro con la memoria del acontecimiento de alguna manera previamente acordada en la terapia.



Estrategias estilísticas



Estas estrategias se refieren al estilo de comunicación. Se presentan dos estilos diferentes, contrapuestos, para aplicar en distintas ocasiones pero entre los que ha de haber equilibrio.



Con la comunicación recíproca se intenta colocar al terapeuta en una posición más cercana a la del paciente, de modo que se reduzca la diferencia de poder que conlleva la relación terapéutica. Los autores la comparan con el estilo de comunicación defendido por la terapia centrada en el paciente (Rogers, 1951). Es un estilo afectuoso, empático, cálido, que implica compromiso en la relación. Lo más interesante aquí es que conlleva la autorrevelación (algo similar ya fue propuesto por Kernberg, 1984). El terapeuta comunica al paciente sus reacciones inmediatas, personales, ante su conducta, por ejemplo “Cuando exiges calidez de mí, eso me empuja a alejarme y se me hace más difícil ser cálido”. Estas declaraciones validan –en cuanto lo que tiene de la implicación afectiva que muestra la respuesta- y a la vez desafían, en tanto que muestran al paciente lo inapropiado de su conducta para conseguir lo que desea. Los autores la muestran como ejemplo de manejo de la contingencia, refiriéndose con esto a que son a la vez reforzadoras y castigadoras , y un ejemplo también de clarificación contingente, porque hacen que el paciente se de cuenta de los efectos inmediatos de su conducta interpersonal.



El otro estilo es la comunicación irreverente. Es la contrapartida del anterior, pues implica una dosis de humor, de ingenuidad, y de confrontación, usando la lógica para atrapar al paciente en la red de su propia actitud. Sirven para dar empuje a la terapia cuando la comunicación se estanca. Ejemplos dados para ilustrarla son: el paciente dice “voy a matarme, y el terapeuta responde “pensaba que estabas de acuerdo en no abandonar la terapia”. Es un estilo que maneja la ironía, pero siempre con cuidado de que esta no sea agresiva. Otros ejemplos: el terapeuta puede decir “estás ida”, o bien “no habrás creído ni por un momento que yo iba a pensar que era una buena idea, ¿no?”.



Estrategias de dirección del caso



La primera estrategia de esta clase es la estrategia de ser asesor/a del paciente. Consiste en considerar que el terapeuta es un asesor del paciente. Esto implica que el terapeuta no interviene en el entorno (por ejemplo la familia) para que éste se ajuste al paciente, sino que asesora al paciente para que éste trate con aquél. Tampoco en el caso de que el terapeuta necesite asesoramiento de otros profesionales lo hace a espaldas del paciente, por el contrario, hace que el paciente esté presente e, incluso, organice la puesta en común.



Volvemos al ejemplo de Cindy, que ya mencionamos antes. Recordamos que es una mujer con intentos muy serios de suicidio y conductas autolesivas, como quemarse y cortarse, que la llevaban a ingresar en el hospital con mucha frecuencia. Linehan consideraba claro que había una contingencia entre la hospitalización y su conducta parasuicida que implicaba reforzamiento de esta última y por tanto estaba poniendo en peligro su vida, pero Cindy no estaba de acuerdo con esto y lo vivía como falta de comprensión por parte de la terapeuta. Lo que Linehan planteó fue una reunión con todo el equipo implicado en el tratamiento, (médicos, psicólogos, incluido el director de la compañía de seguros que coordinaba el pago de la terapia). Pero fue la propia Cindy quien organizó la reunión, quien efectuó cada llamada telefónica.



¿Qué tenemos que decir de este tipo de intervención? En cuanto a la negativa a asesorar directamente al entorno, no es algo nuevo para la técnica psicoanalítica, por el contrario en este campo es clásico trabajar así. Pero aquí los autores van más allá, considerando que cuando el terapeuta necesita consultar a otros terapeutas sobre cómo llevar la terapia –cosa que es frecuente en TCD- se considera bueno que el paciente esté presente, e incluso que tenga el máximo protagonismo. Esta intervención puede tener gran valor terapéutico especialmente con las personalidades límite, por lo que conlleva de transmisión al paciente de una visión de él como alguien digno de confianza, capaz de manejar o dirigir su propia vida, y sobre todo con control de los eventos que le atañen.



Sin embargo, una segunda estrategia es la de intervención en el entorno, que aunque no es predominante tampoco se rechaza cuando se considera necesario. Aquí la regla de los autores es que cuando los pacientes carecen de las habilidades necesarias, pero pueden recibir un daño importante si el terapeuta no interviene, éste lo hace.



Por último, la estrategia de supervisión/asesoramiento al terapeuta se considera crucial en TCD. El supervisor o equipo de consulta ayuda al terapeuta a mantener la relación terapéutica, a guardar el equilibrio. A veces será necesario mantener una posición fuerte (no dejarse manipular o no ceder cuando lo considerado terapéutico es mantener los límites fijados previamente), y otras veces por el contrario lo ayudará a acercarse emocionalmente al paciente.



COMENTARIO CRÍTICO



Lo primero que nos llama la atención de la aproximación de Linehan es la gran capacidad de integración de diferentes teorías psicopatológicas y de las diferentes técnicas psicoterapéuticas correspondientes. Reconocemos esto como un valor. Muestra una visión de la realidad muy compleja, y la capacidad consecuente de abordarla en muy diversas direcciones. Posiblemente ahí radique la demostrada efectividad del tratamiento, y por tanto es algo digno de ser emulado. Y en el éxito de esta integración ha sido clave la visión dialéctica, que permite aproximarse más a la complejidad de lo real.



Algunas propuestas son más fáciles de asimilar desde un punto de vista psicoanalítico; otras, sin embargo chocan, no sólo con la filosofía sino también con las formas en que estamos acostumbrados a desarrollar nuestro trabajo. Por ejemplo, podríamos preguntarnos acerca de porqué un planteamiento de objetivos tan prefijado de antemano. En algún caso la respuesta es evidente, como el hecho de que lo primero a tratar deben ser las tendencias suicidas y parasuicidas del paciente. Pero pasando el Estadio 1, la progresión de temáticas a trabajar nos parece un tanto artificial, si bien está basada en las hipótesis psicopatológicas sobre el cuadro límite, se corre el riesgo de homogeneizar esta clase de pacientes frente a las muy diferentes historias personales y problemáticas vitales surgidas que puedan presentarse con este diagnóstico.



Otro aspecto que choca a la visión psicoanalítica tiene que ver con cuestiones más formales que esenciales. Se refiere al uso de técnicas que los autores llaman “estratégicas”. Este es efectivamente un término muy usado por ellos, y hace referencia especialmente a sus estrategias dialécticas. Acostumbrados como estamos a la búsqueda de los sentimientos profundos, auténticos, tanto del paciente como del propio analista, hablar de estrategias no resulta agradable porque tiene connotaciones e manipulación. A veces no se trata sólo del término, sino de la técnica usada. Intervenciones como la de “abogado del diablo” en que la terapeuta provoca a la paciente, dan la sensación de manipulación porque se la hace reaccionar premeditadamente a expensas de su propia conciencia. Es una forma de trabajar que está muy lejos del ideal psicoanalítico de intervención a través de la toma de conciencia, con lo que esto implica de actitud ética de contar siempre con el otro como sujeto para dirigir su propio cambio (Strenger, 1991). Lo mismo puede decirse de la estrategia estilística de “comunicación irreverente”. Sin embargo, tenemos que admitir que nosotros, especialmente desde que se ha asumido que el cambio va mucho más allá de hacer consciente lo inconsciente y tiene que ver con lo terapéutico de la relación misma, que ocurre en gran medida por vías procedimentales –es decir, cambio directo del inconsciente- también usamos técnicas que podríamos llamar estratégicas, como cuando hablamos de la mejor manera de decirle a un paciente algo de sí mismo, para que no active directamente mecanismos de defensa, o para que no ponga en marcha modos de reacción preexistentes y nada adaptativos (Ortiz, 2002). De manera que la distancia pudiera ser, en muchos casos, más ilusoria y terminológica que real.



El tercer punto a analizar es el más importante. Tiene que ver con uno de los casos que los autores exponen como ejemplo, el de Cindy, la gravísima paciente con severas conductas suicidas y autolesiones que era ingresada en el hospital con mucha frecuencia. Esta paciente, tras alcanzar un grado importante de mejoría (al año de la terapia su tendencia al suicidio remitió, no hubo ningún ingreso hospitalario por miedo al suicidio ni por lesiones en los últimos 8 meses), se había separado del marido, ya que éste dijo querer el divorcio por no poder soportar más la angustia del posible suicidio de ella. Aunque este hecho había provocado en Cindy intensos sentimientos de tristeza, angustia y rabia, ella pasó a vivir con una compañera de piso, y poco más tarde fue readmitida de nuevo en la facultad de medicina (donde estaba estudiando, cuando el suicidio de un compañero la afectó hasta perder el sutil equilibrio que había conseguido en su vida). Un motivo importante para este reingreso era su deseo de intentar recuperar el amor y la atención de su marido. Durante el primer mes en que vivió en su casa sin él, Cindy tenía severas borracheras y comía muy poco, por lo que mantenerse sobria y conseguir una ingesta de comida razonable se volvió uno de los nuevos objetivos de la terapia, así como lo fue el ampliar la red social con la que contaba. Cuando fue disminuyendo la frecuencia de las crisis, se fue pasando poco a poco al Estadio 2, superponiéndolo con los objetivos descritos del Estadio 1, analizando las experiencias familiares de negligencia e invalidación que pudieran tener que ver con posteriores problemas de su vida.



Pero en este punto ocurrió un incidente trágico, que cambió el curso de la evolución. Cindy llamó por teléfono a su ex marido y descubrió que vivía con otra mujer. Esto acabó con su “esperanza no verbalizada” de que algún día pudieran volver a estar juntos. Llamó a su terapeuta por teléfono y se lo contó, llorando, diciendo que había estado bebiendo. La terapeuta la animó, hablaron de cómo podría ella vivir sin su marido, en palabras de los autores, utilizó técnicas de intervención en crisis para mantenerla durante esa tarde hasta que acudiera a la sesión el día siguiente. Su compañera de piso estaba en casa, se ofreció a hablar con ella, ver una película de TV juntas e ir a la cama después. Cindy dijo que aunque se sentía suicida, podía dejar de beber y no hacer nada autodestructivo hasta la cita del día siguiente. Se le ofreció que llamara otra vez más tarde si lo necesitaba. Pero Cindy fue encontrada muerta en su cama a la mañana siguiente por su compañera, por una sobredosis de la medicación que estaba tomando más alcohol.



Los autores analizan este terrible final en profundidad, viendo por una parte las implicaciones que un hecho así tiene para el terapeuta, para los compañeros del grupo del programa de tratamiento, y para el equipo en general. Y también analizan las causas de este final y si hubiera podido evitarse de algún modo. Hay por supuesto un análisis ético, con el que estamos totalmente de acuerdo, que concluye con la afirmación de que en último término, el paciente es el responsable de mantenerse con vida, y nadie puede ayudar a una persona a tolerar los terribles sufrimientos que la vida le acarrea hasta que su terapeuta le ayude a poder sentirse de otra manera, si la propia persona no está dispuesta.



Pero nos interesa especialmente un comentario que los autores aportan sobre los posibles caminos que pudieran haber provocado un desenlace diferente. Refiriéndose al tema de si la terapeuta podría haber sabido que existía riesgo de suicidio y así haber tomado medidas para evitarlo, dicen “Sólo (quizá) si la terapeuta hubiera puesto más atención en el desencadenante y menos en el afecto expresado al final de la llamada”. Y continúan diciendo que al revisar las notas sobre la paciente, la terapeuta vio que cada intento letal estaba precedido por la creencia de la paciente de que la relación con su marido estaba inevitablemente acabada.



Lo que nos sugiere esto tiene relación con lo que anteriormente expusimos en el apartado sobre el análisis de conducta. En TCD se presta atención tanto a los fenómenos que precipitan el acto o la tendencia suicida, por un lado, como a las consecuencias que vienen después, por otro. Vimos que lo primero tiene más que ver con las motivaciones que se activan en el psiquismo de un sujeto y desencadenan el síntoma, mientras que lo segundo tiene que ver con los fenómenos de contingencia entendidos según la orientación conductista, como refuerzo de la conducta. Pues bien, aquí los autores dan una importancia superior a lo segundo, que merma la importancia que dan a lo primero. Desde nuestra perspectiva, la función de la conducta como motivación previa tendría un peso causal mayor que la contingencia del refuerzo, en general pero especialmente para un acto tan grave y contrario a la autoconservación como es el suicidio. No olvidemos que Freud (1905) también contó con la contingencia del refuerzo concibiéndolo como beneficio secundario de la enfermedad, y lo consideró causa importante de mantenimiento del síntoma, pero no llegó a verlo como causa importante para su desarrollo. En esto, hasta ahora la posición psicoanalítica no ha cambiado. Desde el psicoanálisis se prestaría más atención a la detección de cuál es el tipo de ansiedad más importante de el paciente- en este caso, de abandono- que al posible beneficio secundario del síntoma que supone la hospitalización como modo de obtener un sentimiento de ser cuidada. Con esto por supuesto no queremos tener la prepotencia de decir que el trágico final se hubiera evitado, porque hay demasiadas variables en juego en el tema con que trabajamos como para pensar que podamos nunca controlar todos los hilos.



Para resumir, creemos que el abordaje creado por Linehan, una vez filtrado por el tamiz de nuestras perspectivas y planteamientos teóricos esenciales, puede ayudarnos a enriquecer nuestro trabajo, al ser un modelo en primer lugar de capacidad de integración, en segundo lugar de complejidad, y por último de pragmatismo, un valor incuestionable cuando se trata de enfermos tan frágiles como son los pacientes límite.



Bibliografía



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Kernberg, O.F.; Stone, N.H.; Koenigsberg, H.W.; Diamond, D. y Yeomans, F.E. (2000), Borderline Patients: Extending the Limits of Treatability, Basic Books.



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Pervin, L.A. (1996), La Ciencia de la Personalidad, Madrid: McGraw-Hill, 1998.



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Strenger, C. (1991), Between hermeneutics and science: An essay on the epistemology of psychoanalysis, Madison: Board, International Universities Press. (second printing, 1994).



Westen, D. y Gabbard, G.O. (2002), “Desarrollos en la neurociencia cognitiva: II. Implicaciones para las teorías de transferencia”, Aperturas Psicoanalíticas, nº 12, revista de psicoanálisis en Internet (www.aperturas.org).

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