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Paz y Ciencia

viernes, 11 de mayo de 2012

El Aprendizaje de la Impotencia

“Lo terrible es que la conciencia de un hombre haya soportado desde la niñez una opresión que ninguna elasticidad del alma, ninguna energía de la libertad haya podido suprimir. Por supuesto que una aflicción en la vida puede oprimir la conciencia, pero si esta aflicción tiene lugar recién en la edad madura, no tiene tiempo de adoptar esta conformación natural, sino que se vuelve un momento histórico y no algo que se sitúa, por así decirlo, más allá de la conciencia misma. Quién tiene tal presión desde la niñez es igual a un niño que ha sido retirado con forceps del cuerpo materno y constantemente guarda el recuerdo de los dolores de la madre...” Sören Kierkegaard.
Martin Seligman comenta cómo vio detrás de un árbol a su padre jadeando, muy enfermo. La siguiente vez que le vió fue en el hospital. Él era muy joven. A partir de ahí, como otros grandes psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas trazó su camino, obviamente influido por su experiencia. Creo que es importante vincular su trabajo con lo que vivió. Por muy empirista que diga ser Seligman, desliza algo importante, sensato y comprobado en la clínica, tal vez la importancia de la biografía en el desarrollo de problemas o de grandes logros y conquistas no se pueda investigar experimentalmente, sin embargo, todos sabemos que es así. Les dejo con un fragmento de un libro que me indicó una paciente investigadora cuya madre falleció de un infarto cardíaco por una negligencia médica. Piensen también en el trabajo de Boris Cyrulnik sobre la Resiliencia, la Logoterapia de Victor Frankl, el propio Freud, aunque esté haciendo un sacrilegio, y muchos de sus discípulos y disidentes. Tampoco caigamos en la falacia de hacer una analogía entre profesional de la salud mental y problemas. Muchos elegimos esta carrera por una vocación de ayuda, mis padres se dedican a la Atención Primaria, ambos son profesores adjuntos de la Universidad. No ven el día de jubilarse, y eso me gusta. Muchos pacientes hablan de lo que les seduce la Cooperación Internacional, el voluntariado, es decir, ayudar a otros. Recuerdo una frase de una docente que tuve, que decía: "tener cuidado con los de las ONGs". En ese momento absorbía como una esponja, ahora no tengo esos prejuicios, por muy fundamentados que puedan estar a nivel psicoanalítico. Mi experiencia, y ya estoy bastante "tullido" y "tallado", aunque quiero seguir creciendo, me indica que el ayudar a los demás es algo que dignifica la naturaleza humana, por ello invito a mis pacientes y les invito a ustedes a que lo practiquen con devoción. Les dejo con Martin Seligman y su libro "Aprenda Optimismo" (pág. 34 y sucesivas). Un saludo. Rodrigo Córdoba Sanz. No me llevaron a visitarlo al hospital, al Guilderland Nursing Home, el instituto donde estuvo internado luego. Hasta que por fin el día llegó. Tan pronto entré en su habitación pude advertir que mi padre temía aquella escena, le preocupaba la idea de que su hijo lo viera en aquel estado. Mi madre le hablaba de Dios y del más allá. Él le contestó con un murmullo: "Irene, yo no creo en Dios, ni creo en nada depués de esta vida. Solamente creo en ti y en los niños, y no quiero morir". Aquella fue mi introducción al sufrimiento que engendra el sentirse desvalido, impotente; ver a mi padre en aquel estado, como me sucedió una y otra vez hasta su muerte, años después, fue lo que dio una dirección a mi búsqueda. Su desesperación sirvió para formar mi fuerza. Un año más tarde, alentado por mi hermana mayor, que siempre traía a casa sus lecturas de colegio para que las conociera su precoz hermanito, por primera vez leí algo de Sigmund Freud. Recuerdo que estaba acostado en una hamaca leyendo sus Conferencias de Introducción. Cuando llegué a esa parte que se refiere a la gente que sueña con frecuencia que se le caen los dientes, se produjo algo así como un reconocimiento. ¡Yo también había tenido esos sueños! Y quedé pasmado ante su interpretación. Para Freud, soñar con dientes que se caen es un símbolo de castración y expresa un sentimiento de culpa referente a la masturbación. El que sueña eso teme que su padre lo castigue por el pecado de la masturbación, castrándolo. Me preguntaba cómo podía ser que ese hombre me conociera tan bien. Muy poco o nada sabía en esos días de que, para producir un relámpago de reconocimiento como el que acababa de tener, Freud aprovechaba la coincidencia que existe entre el hecho común de que se caigan los dientes de leche y los adolescentes tengan esos sueños en una época en que la masturbación es todavía más frecuente que aquellos sueños. Su explicación combinada en las proporciones adecuadas una suficiente plausabilidad y la posibilidad de nuevas relaciones. En aquel preciso instante decidí que dedicaría mi vida a hacer preguntas como las de Freud. Años después, cuando fui a Princeton decidido a convertirme en psicólogo o psiquiatra, descubrí que el departamento de psicología de Princeton no era de los que más destacaban, en tanto que el de filosofía tenía la mejor consideración mundial. La filosofía de la ciencia y la filosofía de la mente parecían aliadas. Para cuando terminé los estudios y estaba a punto de graduarme en filosofía moderna, seguía convencido de que las preguntas de Freud eran las correctas. Sin embargo, eras las respuestas las que habían dejado de ser plausibles para mí, al tiempo que sus métodos -dar saltos gigantescos a partir de unos pocos casos- se me antojaban horribles. Había llegado a la conclusión de que la ciencia puede desvelar las causas y efectos implícitos en los problemas emocionales, como el desamparo, solamente por la vía experimental... para dedicarse luego a aprender cómo curarlos. Así que hice un curso de doctorado en psicología experimental. En el otoño de 1964, un entusiasta joven de veintiún años provisto solo de un título reciente bajo el brazo, hizo su entrada en el laboratorio de Richard L. Solomon, en la universidad de Pensilvania. Anhelaba estudiar con Solomon. No solo era uno de los teóricos del aprendizaje más grandes del mundo, sino que se dedicaba precisamente al trabajo que yo quería hacer: estaba tratando de comprender los aspectos fundamentales de las enfermedades mentales mediante la extrapolación de experimentos con animales. El laboratorio de Salomon se encontraba en el edificio Hare, el más viejo y triste de todo el campus, y cuando abrí aquella puerta medio desvencijada temí que pudiera desprenderse de sus goznes. Al otro lado de la sala pude ver a Solomon, alto y delgado, casi completamente calvo, inmerso en lo que parecía ser su aura privada de intensidad intelectual. Pero si Solomon se hallaba absorto, todo el resto del laboratorio se encontraba frenéticamente ocupado. El más antiguo de sus estudiantes, un muchacho del Medio Oeste muy amigable y podría decir que solícito, llamado Bruce Overmier, se ofreció inmediatamente a explicarme las cosas. "Se trata de perros -me dijo-. Los perros no quieren hacer las cosas. Algo no funciona. Y nadie quiere hacer experimentos." Siguió explicándome que desde hacía varias semanas los perros del laboratorio -que se utilizaban para lo que de manera poco esclarecedora explicó eran experimentos de "transferencia"- habían sido condicionados para responder de acuerdo a la teoría pavloviana, la del reflejo condicionado. Día tras día se los había expuesto a dos clases de estímulos: tonalidades de sonido muy agudas y breves electroshocks. Los dos estímulos se habían dado a los perros de forma conjunta: primero el sonido, luego la descarga. Estas no eran demasiado dolorosas, como cuando algo cargado de electricidad estática da rampa. La idea consistía en lograr que los perros asociaran el sonido con el doloroso electroshock, con el propósito de que luego, cuando oyeran el sonido, reaccionaran como si recibieran un electroshock, es decir, con miedo. Eso era todo. Después iba a empezar la parte principal del experimento. Los perros se habían llevado a una "caja de doble compartimento", que no es más que una caja dividida en su interior por una pequeña pared, algo más baja que la propia caja. Los investigadores querían ver si los canes, metidos en la caja, reaccionarían cuando oyeran los sonidos tal como habían aprendido a reaccionar, o sea, cuando recibían el electroshock: saltando la barrera para escapar. Si procedieran de esa forma, entonces quería decir que el aprendizaje emocional se podía transferir mediante situaciones emocionales. Lo primero que debían hacer los perros era aprender a saltar sobre la barrera para salvarse del electroshock: cuando lo aprendieran, se podría ponerlos a prueba para ver si el sonido bastaría por sí solo para evocar la misma reacción, es decir, dar el salto. Para los animalitos tenía que ser una verdadera ganga. Para salvarse del electroshok todo cuanto tendrían que hacer era dar un fácil salto sobre un pequeño obstáculo, aquella baja pared. Por lo general, los perros aprenden eso fácilmente. Pero los perros aquellos, decía Overmier, se habían limitado a echarse y ponerse a gimotear. Ni siquiera habían hecho el intento de saltar la valla, aquello significaba que nadie podría seguir adelante con lo que se quería demostrar... probar la reacción de los perros frente al sonido. Cuando escuchaba a Overmier y luego miraba a los perros, que seguían con sus gritos lastimeros, advertí que algo mucho más significante se había producido, algo más importante que cuanto pudiera haber arrojado el experimento. En la parte inicial de la prueba, por puro accidente, aquellos perros debían de haber aprendido, porque así se lo habían enseñado, a sentirse desamparados. Por eso se rendían. Los sonidos nada tenían que ver. Mientras se realizaba el condicionamiento pavloviano, sentían que los electroshocks iban y venían, sin importar que ellos lucharan, saltaran, ladraran o hicieran cualquier otra cosa. Así habían llegado a la conclusión, habían "aprendido", que nada que pudieran hacer tenía importancia. Lo que aquello implicaba me dejó atónito. Si los perros podían aprender algo tan complejo como es la inutilidad de sus actos, allí tenía que haber una analogía con el sentimiento de impotencia humano, analogía que era susceptible de estudiarse en un laboratorio. Ese sentimiento estaba por todas partes: desde el mendigo que deambula por la ciudad hasta el recién nacido y el paciente desalentado. Eso le había destruido la vida a mi padre. Pero no había estudios científicos acerca del sentimiento de impotencia. Mis procesos mentales echaron a correr a toda velocidad: ¿era aquel un experimento qeu permitía comprender de donde viene el abatimiento, como curarlo, como prevenirlo, con qué fármacos, y la posibilidad de identificar a los seres particularmente vulnerables?

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