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Paz y Ciencia

martes, 15 de mayo de 2012

El Arte de la Prudencia



124. Llegar a ser deseado.   Pocos han llegado a tanto aprecio a la gente. Es una suerte si se alcanza el favor de los prudentes. Es frecuente la tibieza con los que están en el ocaso de su carrera. Para merecer el premio del aprecio hay varios caminos: eminencia en la ocupación y en las cualidades es el más seguro; el agrado es eficaz. De la importancia del cargo se hace algo secundario, de modo que se advierta que el cargo tuvo necesidad de él, y no al revés. Unos honran los puestos, a otros los puestos les honran. No es un honor que le haga bueno el malo que le sucedió, porque eso no significa ser deseado en absoluto, sino que el otro es aborrecido.
125. No ser un registro de faltas ajenas. Ocuparse de las faltas ajenas es señal de tener maltrecha la fama propia. Algunos querrían disimular, si no lavar, las manchas propias con las de otros; o se consuelan, que es el consuelo de los necios. A estos les huele mal la boca, porque son los albañales de las ruines inmundicias. En estos asuntos el que más escarba más se enloda. Pocos se escapan de un defecto personal, hereditario o no. No se conocen las faltas de los poco conocidos. El prudente debe huir de ser un registro de faltas ajenas. Así no será una aborrecida lista negra, viva, pero inhumana.
126. No es un necio el que hace la necedad, sino el que, una vez hecha, no la sabe encubrir. Si se deben encubrir los afectos, mucho más los defectos. Todos los hombres cometen errores, pero con esta diferencia: los sabios disimulan los ya hechos, pero los necios mencionan hasta los que harán. La reputación consiste más en la cautela que en los hechos. Si uno no es casto, que sea cauto. Los descuidos de los grandes hombres son más visibles, igual que los eclipses del sol y la luna. Debe ser una excepción de la amistad el no contar los defectos y, si se pudiese, ni siquiera a uno mismo. Puede valer aquí otra regla de vivir: saber olvidar.

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