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Paz y Ciencia

jueves, 24 de mayo de 2012

El Nacimiento de la Psicoterapia Cognitiva de la Depresión



En los últimos diez años se ha perfeccionado el tratamiento que funciona rápidamente. Los descubridores de este tratamiento fueron un psicólogo, Albert Ellis, y un psiuiatra, Aaron T. Beck. Cuando se escriba la historia de la moderna psicoterapia, creo que sus nombres formarán parte de una pequeña lista, junto con los de Freud y Jung. Trabajando juntos deslevalaron el misterio de la depresión. Nos demostraron que la cosa era mucho más sencilla y posible de curar.
Ante que Ellis y Beck desarrollaran su teoría, se consideraba un dogma que todas las depresiones constituían una enfermedad maniaco-depresiva. La escuela biomédica sostenía que se trataba de una enfermedad del cuerpo; la alternativa era la idea freudiana de que la depresión no era sino la ira volcada sobre el yo. El incorporar respetuosamente este insidioso concepto un tanto ridículo al tratamiento de los pacientes, los freudianos instaban a los depresivos a desprenderse de todas sus emociones... con lo que conseguían un incremento de la depresión y hasta suicidios. (Nota de Rodrigo C.: creo que el fondo del mensaje es correcto, no obstante, es una generalización que no corresponde con la diversidad de los psicoterapeutas psicoanalíticos, ni mucho menos.)
Ellis fue un apóstol de la negación de esta teoría. Después de graduarse como doctor en filosofía en la Universidad de Colombia, en 1947, se dedicó a la práctica privada de la psicoterapia, especializado en terapia familiar. Tal vez acicateado por las revelaciones de sus pacientes, no tardó en lanzarse a lo que se convertía en una larguísima campaña contra la represión sexual. Comenzó por escribir un libro tras otro, con títulos como Il This Be Sexual Heresy, The Case for Sexual Liberty y The Civilized Couple´s Guide to Extramarital Adventure. Como era de esperar, Ellis se convirtió en una suerte de fundador de la generación de Kerouac y en su verdadero guru. Conocí por primera vez sus trabajos a comienzos de los años sesenta, cuando yo era estudiante de segundo año en Princeton, y colaboraba en la organización de un programa sobre sexualidad para los estudiantes. Ellis, invitado a pronunciar una de sus conferencias, propuso títulos como "Mastúrbate ya" y otros parecidos. Y el rector de Princeton, que por lo general era un hombre muy sereno, hizo que le retirasen de la invitación.
Para muchos colegas, Ellis era una molestia, pero no faltaban aquellos que lo reconocían como dotado de un extraordinario sentido clínico. Cuando sus pacientes le hablaban, él los escuchaba con suma atención y pensaba al mismo tiempo profundamente y con un carácter iconoclasta. Para la década de los setenta ya se hallaba entregado de lleno al campo de la depresión, un terreno que se encontraba tan cargado de prejuicios y errores de concepto como la sexualidad. Desde entonces la depresión ya no volvió a ser la misma.
En el nuevo ámbito, Ellis se mostró tan agresivo como había sido en el otro campo. Flaco y anguloso, en constante movimineto, se parecía mucho a uno de esos vendedores de aspiradores a plazos puerta a puerta (y por cierto que resultaba de lo más efectivo). Cuando se hallaba con sus pacientes escarbaba y escarbaba hasta convencerlos de que debían abandonar las convicciones irracionales que respaldaban sus depresiones. "¿Qué quiere decir cuando afirma que le resulta imposible vivir sin amor?" -solía estallar-. Es una soberana tontería. El amor es algo que rara vez se presenta en la vida, y si piensa desperdiciar todo su tiempo lamentándose por una ausencia que, ya le digo, es extraordinariamente común, todo lo que hará será acentuar su depresión".
Creía Ellis que los otros consideraban un profundo conflicto neurótico era sencillamente un errado modo de pensar -a eso lo llamaba "comportamiento estúpido por parte de gente que no es estúpida"- y en voz bien alta, como si estuviera haciendo propaganda (se autodefinía como antipropagandista o contrapropagandista), decía a sus pacientes que dejaran de pensar equivocadamente y comenzaran a hacerlo de manera correcta. En el caso de aquella paciente a la que reprochaba que insistiera en que no podía vivir sin amor, por ejemplo, terminaba diciéndole: "Está viviendo usted bajo las tiranías de los podría. ¡Déjese de una vez de pensar en potenciales!". Por sorprendente que parezca, la mayoría de sus pacientes mejoraba. Con todo éxito, Ellis estaba poniendo en tela de juicio la reverenciada creencia de que la enfermedad mental constituye un fenómeno terriblemente intrincado, incluso misterioso, curable solamente cuando los conflictos inconscientes pueden sacarse a la luz o cuando se logra curar una enfermedad biológica. En aquel mundo tan lleno de complejos como era el de la psicología, el enfoque consistente en despojar pieza tras pieza de ese ropaje apareció como algo revolucionario.
Mientras tanto, Beck, un psiquiatra freudiano, también empezaba a tropezar con dificultades en la consideración ortodoxa de sus casos. Beck y Ellis no podían haber sido disímiles: el modo de ser de Ellis era el de un trotskista, el de Beck el de un socrático. Beck, con su aspecto amigable, provinciano, con cara de querubín y aspecto de médico rural de algún pueblo de Nueva Inglaterra, amigo de lucir pajaritas preferentemente rojas, transmitía sencillez, sentido común. No era su estilo lanzarles arengas más o menos encendidas a sus pacientes. Al contrario, los escuchaba con toda su atención, formulaba sus preguntas en voz baja, era reposadamente persuasivo.
Al igual que Ellis, también Beck se había sentido intensamente frustrado durante los años sesenta por el fracaso de los puntos de vista biomédicos y freudianos en el tratamiento de la depresión. Una vez completados sus estudios médicos en Yale, se dedicó durante unos años al análisis convencional, a la espera de que la solitaria silueta acostada en su diván le explicara sus depresiones: por qué esa persona había vuelto su rencor contra sí en lugar de expresarlo, y cómo, de todo eso, había surgido la depresión. Aquellas largas esperas de Beck rara vez se veían recompensadas. Había hecho entonces la prueba de tratar en grupo a variso de sus pacientes depresivos, alentándolos a que dieran a conocer así sus rencores y tristezas, en lugar de guardarlos en su interior. Aquello resulto todavía peor. Los depresivos se desmoronaban delante de él, y Beck no podía ayudarles a rehacerse.
En 1966, cuando conocí a Tim Beck (el segundo nombre de Beck era Temkin, y sus amigos le llamaban Tim), estaba escribiendo su primer libro acerca de la depresión. Se había dejado llevar por su sentido común. Había decidido que simplemente describiría lo que piensa un depresivo conscientemente y dejaría a los demás las profundas teorizaciones respecto del origen de esos pensamientos. Los depresivos piensan  cosas horribles acerca de sí mismo y de su futuro. Según razonaba Tim, posiblemente toda la depresión se redujera a eso. Quizá lo que estamos considerando un síntoma de la depresión -el pensamiento negaivo- es la enfermedad. La depresión, sostenía, no es pura química cerebral desequilibrada ni rencor vuelto hacia el interior. Se trata de una alteración del pensamiento consciente.
Con ese grito de batalla, Tim se lanzó sobre los freudianos. "Los depresivos -escribió- llegan a creer que no pueden ayudarse a sí mismo y se ven obligados a buscar el profesional que pueda curarlos tan pronto tropiezan con cualquier problema del diario vivir. Se socava su confianza en las técnicas "obvias" para la solución de sus problemas tan pronto aceptan que los trastornos emocionales provienen de fuerzas que no pueden dominar. Esos pacientes no se creen capacitados para entenderse a sí mismos porque sus propias ideas se han dejado de lado. Al rebasar los valores del sentido común, esta sutil convicción inhibe a esas personas, y les impide recurrir al propio juicio para analizar y resolver sus problemas".

Martin E. P. Seligman: "Aprenda Optimismo". Debolsillo, 2011, Barcelona. Pp.:102-105

http://www.creandoespacios.es.tl/An-e2-cdotas-y-CurioPsidades.htm

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