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Paz y Ciencia

martes, 22 de mayo de 2012

Freud sigue con Le Bon en Psicología de las Masas




Citaremos todavía otro punto de vista muy importante para el juicio del individuo integrado en una multitud:
"Por el solo hecho de formar parte de una multitud desciende, pues, el hombre varios escalones en la escala de la civlización. Aislado, era quizá un individuo culto; en mulitud, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos".
El autor (Le Bon) insiste luego particularmente en la disminuición de la actividad intelectual que el individuo experimenta por el hecho de su disolución en la masa.
Dejemos ahora el individuo y pasemos a la descripción del alma colectiva llevada a cabo por Le Bon. No hay en esta descripción un solo punto cuyo origen y clasificación puedan ofrecer dificultades al psicoanalítico. Le Bon nos indica, además, por sí mismo el camino, haciendo resaltar las coincidencias del alma de la multitud con la vida anímica de los primitivos y de los niños.
La multittud es impulsiva, versátil e irritable y se deja guiar casi exclusivamente por lo inconsciente. Los impulsos a los que obedece pueden ser, según las circunstancias, nobles o crueles, heroicos o cobardes, pero son siempre tan imperiosos, que la personalidad e incluso el insitinto de conservación desaparecen ante ellos. Nada en ella es premeditado. Aun cuando desea apasionadamente algo, nunca lo desea mucho tiempo, pues es incapaz de una voluntad perseverante. No tolera aplazamiento alguno entre el deseo y la realización. Abriga un sentimiento de omnipotencia. La noción de lo imposible no existe para el individuo que forma parte de una multitud.
La multitud es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella. Piensa en imágenes que se enlazan unas a otras asociativamente, como en aquellos estados en los que el individuo da libre curso a su imaginación sin que ninguna instancia racional intervenga para juzgar hasta qué punto se adaptan a la realidad sus fantasías. Los sentimientos de la multitud son siempre simples y exaltados. De este modo, no conoce dudas ni incertidumbres.
Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo. La sospecha enunciada se transforma ipso facto en indiscutible evidencia. Un principio de antipatía pasa a constituir en segundos un odio feroz.
Naturalmente inclinada a todos los excesos, la multitud no reacciona sino a estímulos muy intensos. Para influir sobre ella es inútil argumentar lógicamente. En cambio, será preciso presentar imágenes de vivos colores y repetir una y otra vez las mismas cosas.
"No abrigando la menor duda sobre lo que cree la verdad o el error y poseyendo, además, clara conciencia de su poderío, la multitud es tan autoritaria como intolerable... Respeta la fuerza y no ve en la bondad sino una especie de debilidad, que le impresiona muy poco. Lo que la multitud exige de sus héroes es la fuerza e incluso la violencia. Quiere ser dominada, subyugada y temer a su amo...
Las multitudes abrigan, en el fondo, irreductibles instintos conservadores, y como todos los primitivos, un respeto fetichista a las tradiciones y un horror inconsciente a las novedades susceptibles de modificar sus condiciones de existencia".
Si queremos formarnos una idea exacta de la moralidad de las multitudes, habremos de tener en cuenta que en la reunión de todos los individuos integrados en una masa desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su libre satisfacción. Pero, bajo la influencia de la sugestión, las masas son también capaces del desinterés y del sacrificio por un ideal. El interés personal, que constituye casi el único móvil de acción del individuo aislado, no se muestra en las masas como elemento dominante, sino en muy contadas ocasiones. Puede incluso hablarse de una moralización del individuo por la masa. Mientras que el nivel intelectual de la multitud aparece siempre muy inferior al del individuo, su conducta moral puede tanto sobrepasar el nivel ético individual como descender muy por debajo de él.
Algunos rasgos de la característica de las masas, tal y como la expone Le Bon, muestran hasta qué punto está justificada la identificación del alma de la multitud con el alma de los primitivos. En las masas, las ideas más opuestas pueden coexistir sin esorbarse unas a otras y sin que surja de su contradicción lógica conflicto alguno. Ahora bien: el psicoanálisis ha demostrado que este mismo fenómeno se da también en la vida anímica individual, así en el niño como en el neurótico.
Además, la multitud se muestra muy accesible al poder verdaderamente mágico de las palabras, las cuales son susceptibles tanto de provocar en el alma colectiva las más violentas tempestades como de apaciguarla y devolverle la calma. "La razón y los argumentos no pueden nada contra ciertas palabras y fórmulas. Pronunciadas estas con recogimiento ante las multitudes, hacen pintarse el respeto en todos los rostros e inclinarse todas las frentes. Muchos las consideran como fuerzas de la Naturaleza o como potencias sobrenaturales". A este propósito basta con recordar el tabú de los nombres y las palabras. Por último, las multitudes no han conocido jamás la sed de verdad. Piden ilusiones, a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre la preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real. Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre ambos.
Este predominio de la vida imaginativa y de la ilusión sustentada por el deseo insatisfecho ha sido ya señalado por nosotros como fenómeno característico de la psicología de las neurosis. Hallamos, en efecto, que para el neurótico no representa valor alguno la general realidad objetiva y sí únicamente la realidad psíquica. Un síntoma histérico se funda en la fantasía y no en reproducción de algo verdaderametne vivido. Un sentimiento obsesivo de culpabilidad reposa en el hecho real de un mal pronóstico jamás llevado a cabo. Como sucede en el sueño y en la hipnosis, la prueba por la realidad sucumbe, en la actividad anímica de la masa, a la energía de los deseos cargados de afectividad.
Lo que Le Bon dice sobre los directores de multitudes es menos satisfactorio y no deja transparentar tan claramente lo normativo. Opina nuestro autor que en cuanto cierto número de seres vivos se reúnen, trátese de un rebaño o de una  multitud humana, los elementos individuales se colocan instintivamente bajo la autoridad de un jefe. La multitud es un dócil rebaño incapaz de vivir sin amo. Tiene tal sed de obedecer que se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe.
Pero si la multitud necesita un jefe, es preciso que el mismo posea determinadas aptitudes personales. Deberá hallarse también fascinado por una intensa fe (en una idea) para poder hacer surgir la fe en la multitud. Asimismo deberá poseer una voluntad potente e imperiosa, susceptible de animar a la multitud, carente por sí misma de voluntad. Le Bon habla después de las diversas clases de directores de multitudes y de los medios con los que actúan sobre ellas. En último análisis, ve la causa de su influencia en las ideas por las que ellos mismos se hallan fascinados.
Pero, además, tanto a estas ideas como a los directores de multitudes les atribuye Le Bon un poder misterioso e irresistible, al que da el nombre de "presitigio": "El prestigio es una especie de fascinación que un individuo, una obra o una idea ejercen sobre nuestro espíritu. Esta fascinación paraliza todas nuestras facultades críticas y llena nuestra alma de asombro y de respeto. Los sentimientos entonces provocados son inexplicables, como todos los sentimientos pero probablemente del mismo orden que la sugestión experimentada por un sujeto magnetizado".
Le Bon distingue un prestigio adquirido o artificial y un prestigio personal. El primero queda conferido a las personas, por su nombre, sus riquezas o su honorabilidad, y a las doctrinas y a las obras de arte, por la tradición.
Dado que posee siempre su origen en el pasado, no nos facilita en modo alguno la comprensión de esta msiteriosa influencia. El prestigio personal es adorno de que muy pocos gozan, pero estos pocos se imponen, por el mismo hecho de poseerlo, como jefes y se hacen obedecer cual si poseyeran un mágico talismán. De todos modos, y cualquiera que sea su naturaleza, el prestigio depende siempre del éxito y desaparece ante el fracaso.
No puede por menos de obsevarse que las consideraciones de Le Bon sobre los directores de multitudes y la naturaleza del prestigio no se hallan a la altura de su brillante descripción del alma colectiva.

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