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Paz y Ciencia

miércoles, 16 de mayo de 2012

La idea freudiana de niño, y crítica



Como bien sabe todo el que haya leído un poco de Freud, este era extremadamente crítico en lo que se refierese a su tema particular, el del pensamiento consciente en relación con el móvil inconsciente. No lo podemos acusar de no haber sido un crítico radical del pensamiento consciente. Pero, tan pronto como se tratase de la sociedad en que vivía, de sus normas y de sus estimaciones, Freud era en el fondo un reformista. Tenía las mismas posturas de la clase media liberal, en general, como que este es el mejor mundo de todos los posibles, pero aún podría perfeccionarse. Por ejemplo, podría perfeccionarse, quizá, con paces más duraderas o con mejor trato a los presos.
La clase media no se planteaba nunca cuestiones radicales. Por seguir con la criminología, no se preguntaba si todo el sistema penal no tenía nada que ver con la división de clases sociales, si el delincuente llega a serlo porque es el único medio de procurarse una mayor satisfacción que no puede obtener de otra manera. Ahora dírán que defiendo el hurto y el robo. No obstante, el sistema del Código Penal está basado en la estructura general de la sociedad, la cual da por supuesto que debe haber una gran mayoría de postergados y una pequeña minoría de privlegiados, aunque se trata de mejorar las cosas un poquito.
Lo mismo ocurría con el pacifismo no radical, tratándose de reducir los ejércitos y de firmar tratados que garantizasen la paz. De modo semejante, el psicoanálisis era un movimiento en pro de mejorar la vida mediante ciertas reformas de la conciencia, que no ponía radicalmente en discusión el valor ni la estructura de la sociedad.
Las simpatías de Freud estaban de parte de los dominantes, de lo establecido. Podemos verlo en muchos casos, pero, hablando de la Primera Guerra Mundial, hasta 1917 creyó que ganarían los alemanes, cuando la mayoría de las personas con ciertos conocimientos e ideas habían abandonado ya tal opinión. En aquella época, Freud escribía cartas desde Hamburgo, y me acuerdo de una en que expresaba su contento porque, al estar en Alemania, podía hablar de "nuestros soldados" y "nuestras victorias". Lo cual suena hoy realmente espantoso. Hay que comprender el extraordinario efecto que tendría la Primera Guerra Mundial, el efecto de señal a la conciencia de las personas incluso más inteligentes -por lo demás, buenas-, y solo puede entenderse comparándola con la del Vietnam en sus peores momentos. Casi no hubo oposición a la Primera Guerra Mundial, y esta fue una de sus tragedias. Einstein fue una de las pocas excepciones, pero la gran mayoría de intelectuales franceses y alemanes aprobaron la guerra. Así, la afirmación de Freud no era tan fuera de la corriente ni chocante como puede sonar fuera del contexto, pero sí resulta chocante que la hiciese en época tan tardía y que la hiciese un hombre que en 1925, en carta a Einstein, se llamaba pacifista.
La alta estimación en que Freud tenía a la autoridad ha ejercido mucha influencia sobre la teoría y la práctica psicoanalíticas. Cuando oía decir a esos pacientes que habían sido seducidos, las chicas por su padre, y los chicos por su madre, al principio creía que hablaban de sucesos reales. Y por cuanto yo sé, es probable que así fuese. Sándor Ferenczi, al final de su vida, creía lo mismo. Pero Freud cambió muy pronto de idea y dijo que no, que todo eran fantasías. Los padres no podían haber hecho cosa semejante, no lo habían hecho, eso no era verdad. Los hijos contaban esos cuentos porque estaban hablando de sus fantasías. Eran ellos los que, en sus fantasías incestuosas, habían querido acostarse con su padre, o su madre, o haber hecho lo que fuese. Y todos esos relatos demuestran la fantasía semidelictiva del niño.
Como es sabido, esta idea constituye el primer fundamento de la teoría psicoanalítica, la idea de que el niño -incluso el niño pequeño- está lleno de lo que Freud llamaba fantasías perversas polimorfas. El niño es tan ansioso que no piensa más que en seducir a su padre o su madre y en dormir con ellos. Así, naturalmente, quedó sesgado todo el punto de vista psicoanalítico, haciendo creer, primero, que tales fantasías eran parte esencial de la dotación infantil; y segundo, que, al analizar a una persona, debe suponerse que todo lo que cuente de esta especie proviene de su fantasía y tiene que analizarse, porque no responde a la realidad.
El principio fundamental de Freud era que el niño es culpable, debiéndose entender, "no el padre". Y así resulta evidente en sus propios historiales. Con unos compañeros, lo he mostrado yo en un caso, el del "pequeño Hans" [E. Fromm y otros, 1966], pero puede verse en todos los casos que historia. Freud se pone siempre de parte de los padres, incluso de los más escandalosamente egoístas y hostiles. La carga y la responsabilidad corresponden siempre al niño. Este niño, con tales fantasías incestuosas, y no solo incestuosas, porque además el niño quiere matar al padre y violar a la madre; ¡vaya!, este niño era, como el mismo Freud decía, un "minidelincuente".
Esta idea del niño como minidelincuente debe entenderse dinámicamente, como consecuencia del deseo de defender la autoridad paterna, de defender la autoridad y defender a los padres. Pero examinando la vida de la mayoría de niños, descubriremos que el "amor de los padres" es una de las ficciones más grandes que se ha inventado nunca. El "amor paterno", como ha dicho certeramente Ronald Laing, suele ser un disfraz de la violencia, es decir, del poder que el padre quiere ejercer sobre el hijo. No quiero decir que no haya excepciones: hay verdaderas excepciones, hay padres cariñosos, y yo he conocido a algunos. Pero, en general, leyendo la historia del trato que han dado los padres a los hijos a través de las épocas, y conociendo historias personales de hoy, veremos que, efectivamente, el interés principal de los padres es dominar a los hijos y que su amor es de un tipo muy particular, me parece que una especie de amor sádico, con el lema: "Es por tu bien". Aman a sus hijos mientras no se rebelen contra su dominio [...]

Erich Fromm: "El Arte de Escuchar". Paidós, 2012, Barcelona. Pp.: 53-56.

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