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Paz y Ciencia

jueves, 10 de mayo de 2012

Luis Rojas Marcos y su transformación

En el texto Convivir vuelve a hacer otra autorevelación, como también lo hace en el libro "La autoestima", donde comenta las dificultades que pasó en su infancia, como hiperactivo. Eso le llevó a estudiar psiquiatría y viajar a Estados Unidos, donde se instaló con 25 años para comenzar su fértil andadura. Ahora es un divulgador de la psicología positiva y un profesional serio y carismático en Nueva York, donde ejerce su actividad laboral y en España, su país. También es conocido fuera de esos límites. Desde la página 17 del texto "Convivir" revela lo siguiente con un lenguaje muy sencillo:
"Los seres humanos también nos conectamos a través de mensajes subliminales que transmitimos y captamos sin proponérnoslo. Son estímulos que pese a funcionar en el área del subconsciente -pues su intensidad es demasiado baja para ser claramente perceptible por los sentidos- pueden influenciar el pensamiento, el estado de ánimo y el comportamiento de las personas que los reciben. Me figuro que la expresión popular de sentir o dar a alguien buenas o malas "vibraciones" nace de la percepción generalizada de que hay personas que transmiten energía positiva o negativa, emiten "ondas" de simpatía o de antipatía, de peligrosidad o de confianza. Todos hemos tenido en algún momento una corazonada, hemos utilizado la intuición para detectar sin razonar las intenciones de otras personas, pese a no recibir de ellas mensajes claros o explícitos. Gracias a la intuición los seres humanos podemos enjuiciar rápidamente muchas situaciones inciertas y presagiar sus consecuencias. A tenor de estos comentarios sobre mensajes subliminales, permíteme, querido lector o lectora, que cuente brevemente una anécdota personal que viene al caso. Además el relato quizá ayude a comprender de dónde parte mi interés profesional en las relaciones entre las personas. Hace treinta años pasé por el trance doloroso del divorcio. Sin embargo, aquella crisis me dio la oportunidad de vivir una experiencia interesante. Justamente a raíz de la ruptura de mi matrimonio se produjo un cambio importante en mi práctica clínica y en mi forma de entender y abordar las tribulaciones de mis pacientes. Este cambio además despertó mi curiosidad por el poder de los mensajes subliminales. Hasta la separación, mi trabajo, tanto en el ámbito hospitalario como en la consulta privada, se concentraba en pacientes adultos que sufrían trastornos del estado de ánimo, ansiedad, adicciones, alteraciones de la personalidad o esquizofrenia. En mi práctica procuraba conciliar los tratamientos de psicoterapia y farmacológicos que consideraba más eficaces, con independencia de las teorías que los arropaban, y me limitaba a la consulta individual. De hecho, en mi despacho solo tenía dos sillones, uno para el paciente y otro para mí. Las contadas ocasiones en las que, por algún motivo especial, decidía atender al enfermo junto con un familiar, me veía obligado a traer al despacho una silla de la sala de espera, para volver a colocarla en su lugar al finalizar la visita. Pues bien, no habrían pasado ni seis meses desde mi dovorcio cuando caí en la cuenta de que la silla de la sala de espera se había incorporado permanentemente a mi despacho. Un cambio imprevisible en mi práctica explicaba la ampiación del mobiliario. La gran mayoría de los nuevos pacientes que pedían consulta aducían como motivo principal de su visita graves problemas en sus relaciones afectivas de pareja o familiares. Estas dificultades casi siempre requerían la participación activa de todos los implicados en la exploración de las causas del conflicto y en su tratamiento. Por otra parte, bastantes pacientes cuyo problema principal radicaba en un trastorno concreto, como depresión, alcoholismo o estrés secundario a un cáncer, consideraban más dolorosos y angustiantes los daños colaterales a sus relaciones afectivas que los propios síntomas de la enfermedad que padecían. Consecuentemente, cualquier intervención terapéutica eficaz necesitaba incluir a los seres queridos afectados. Sorprendido por el cambio en la patología de mi clientela, estudié las posibles causas. Eliminé la probabilidad de que algún ente maligno hubiese infectado la convivencia íntima de la población neoyorquina. También decarté que los pacientes conociesen mi situación personal. Por último, investigué la posibilidad de que los colegas que pudieran haber sugerido mi nombre a los nuevos pacientes estuviesen al corriente de mi separación y además la considerasen profesionalmente enriquecedora. Pero no tardé mucho en llegar a la conclusión de que esta hipótesis tampoco explicaba el cambio en mi práctica. En verdad, los pocos compañeros que conocían mi nuevo estado civil no comulgaban en absoluto con la opinión de Platón de que "para llegar a ser un verdadero médico, se debe haber sufrido todas las enfermedades que uno pretende curar y todas las adversidades que uno pretende diagnosticar" (La Replúbica). Al final, tras una buena dosis de introspección caí en la cuenta de que la dura experiencia personal que acababa de atravesar me había persuadido inconscientemente del papel fundamental que juegan los vínculos afectivos en el equilibrio mental de las personas. Y casi sin darme cuenta de ello, me encontraba además inmerso en su estudio. Como resultado, me había convertido en un profesional mucho más sensible a las señales de petición de socorro de pacientes con problemas de convivencia, y a los efectos devastadores de estos problemas. Hoy estoy convencido de que la calidad de nuestra vida es, básicamente, la calidad de nuestras relaciones. Un enlace a una entrevista con Luis Rojas Marcos: http://redi.um.es/campusdigital/entrevistas/10541-los-filosofos-nos-han-hecho-creer-que-una-persona-feliz-es-una-persona-ignorante

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