PEACE

PEACE
Paz y Ciencia

jueves, 24 de mayo de 2012

Suerte y Manera de Ser: Sobre el Optimismo




"Los comportamientos, no las palabras, reflejan nuestro pasado y predicen nuestro futuro". George E. Vaillant, Envejecer Bien, 2002.

Mucha gente proclama que la calidad de las relaciones depende tanto de la suerte como de la personalidad o manera de ser. Es verdad que nadie tiene voz ni voto a la hora de elegir su equipaje genético, o de nacer en una determinada familia, o de toparse con personas compatibles de carácter, o de experimentar un flechazo. Muchas de las personas importantes en nuestra vida, desde esposas y maridos a mentores y amigos, son fruto de encuentros fortuitos. Tampoco elegimos a los jefes y compañeros de trabajo. Por esto está tan consolidada la imprensión de que las relaciones más significativas son el resultado de la fortuna, del sino o de confluencias imprevistas.
La suerte en la vida y en las relaciones en particular es además atractiva por ser democrática y basarse en el azar: no distingue entre hombres y mujeres, mayores y pequeños, pobres y ricos. En este sentido, se dice que, como en los juegos de naipes, la persona afortunada es realmente la que saca el mayor provecho a las cartas que le sirve la vida, o a las oportunidades que la casualidad pone a su disposición. Si reflexionamos, casi siempre llegamos a la conclusión de que nuestras relaciones íntimas están mucho menos condicionadas por nuestra buena o mala estrella que por decisiones que tomamos o por comportamientos que indiscutiblemente están bajo nuestro control.
Es cierto que los individuos vitalistas, alegres y sociables -en comparación con los apáticos, melancólicos e introvertidos- tienden a dedicar más tiempo a actividades sociales, se involucran más intensamente con los demás, y gozan más la posibilidad de conocer gente diversa. No es de extrañar, pues, que en el contexto de las relaciones, la vida los trate mejor. Con todo, en la parcela de la convivencia, la mayoría de las personas más que esclavos dependientes del destino, son realmente sus forjadores.
Todas las relaciones afectivas requieren mantenimiento. Necesitan ser afirmadas periódicamente para responder a los cambios normales de la vida, resolver las desavenencias que emergen y hacer frente a las vicisitudes de nuestro trayecto vital, como el nacimiento de un hijo, el éxito profesional, los agobios económicos, las enfermedades, las imposiciones de hijos adolescentes rebeldes, o el cuidado de padres ancianos. Por esto, las buenas relaciones exigen motivación, flexibilidad, planificación y esfuerzo para escuchar, comprender, perdonar, y para armonizar las necesidades contrapuestas de dependencia y autonomía.
Como ya he descrito en otras ocasiones, las personas que explican con un estilo optimista los sucesos que les afectan, tienden a gozar de relaciones más estables y duraderas qeu quienes aplican el modelo explicativo pesimista. La interpretación optimista, esbozada originalmente por el psicólogo estadounidense Martin E. P. Seligman, se caracteriza, en primer lugar, por juzgar el suceso en cuestión como un infortunio pasajero o un contratiempo transitorio. En segundo lugar, limita o encapsula los efectos de los descuerdos o enfrentamientos y evita establecer generalizaciones fatalistas sin salida. Y en tercer lugar, la persona de estilo optimista no se sobrecarga de culpa por lo ocurrido, sino que sopesa su grado de responsabilidad junto con la contribución al problema de otros. En definitiva, cataloga los reveses como fruto de algún error subsanable que, a la vez, le sirve de aprendizaje. Por el contrario, la interpretación de tipo pesimista considera que los efectos del problema son irreversibles y los daños generales y permanentes. La persona de estilo explicativo pesimista se suele acusar totalmente de lo sucedido y no ve la oportunidad de aprender la situación.
El estilo optimista de enjuiciar los conflictos nos empuja a minimizar el impacto o incluso a buscar el lado positivo de las crisis, alimenta en nosotros la sensación de que podemos controlar las circunstancias y nos protege del autocastigo y del desánimo. Este estilo de explicar los hechos no está reñido con la aceptación de los problemas reales o las circunstancias desafortunadas, ni con el reconocimiento de los propios fallos. Tampoco nos ciega ante la posibilidad de que la relación esté afligida por una incurable enfermedad. Pero sí es incompatible con la apatía, la impotencia y el rechazo de opciones que puedan ayudar a mejorar la situación. En este sentido, nos anima a buscar una solución al problema; y cuanto más
persistimos, más altas son las probabilidades de encontrarla, en caso de que esta exista.
La disposición optimista suele coexistir con otros atributos del carácter favorables para la convivencia, como la extroversión o la tendencia de la persona a ser afable y comunicativa, y la inclinación a agradecer o a sentir y mostrar gratitud por algo recibido.
Otra cualidad de la personalidad muy útil a la hora de resolver los conflictos cotidianos en las relaciones es la capacidad de perdonar. Aunque disculpar ofensas graves no es tarea fácil, el inconveniente de no perdonar -u olvidar- las provocaciones, los rechazos o los errores cotidianos, es que a menudo nos convierte en personas ofuscadas con los pequeños agravios que inevitablemente ocurren en casi todas las relaciones. Nos transforma en seres amargados y obsesionados con los ajustes de cuentas, lo que impide la reconciliación y la recuperación de la armonía y la paz interior.

Luis Rojas Marcos: "Convivir". Punto de Lectura, 2009, Madrid. Pp.:31-34.

No hay comentarios: