http://www.aperturas.org/autores.php?a=Kernberg-Otto
http://www.aperturas.org/terminos.php?t=marsha-linehan
http://www.spu.org.uy/revista/ago2011/03_LV.pdf
http://usuarios.discapnet.es/border/tlptrat.html
http://www.cat-barcelona.com/pdf/biblioteca/trastornos-de-personalidad/1_-_trastorno_limite_de_personalidad.pdf
http://www10.gencat.cat/catsalut/archivos/publicacions/planif_sanit/qsm/tlp_cast.pdf
El enfoque terapéutico de Marsha Linehan en los trastornos borderline
Publicado
en la revista nº013
Autores: Díaz-Benjumea, María Dolores J. - Linehan, M. M. - Cochran, B.N. - Kehner, C.A.
En este trabajo los
autores presentan un enfoque de tratamiento muy novedoso, creado por Marsha
Linehan. La Terapia Conductual Dialéctica (TCD), está creada especialmente para
pacientes límite graves con alto índice de conductas suicidas. Se han obtenido
pruebas empíricas que ponen en evidencia que TCD es muy exitosa, especialmente
teniendo en cuenta el campo tan difícil con el que trabaja. Lo que nos parece
más llamativo es el carácter enormemente integrador de esta aproximación pues la
autora muestra conocimiento y aplicación de puntos de vista y técnicas muy
dispares, como son los psicodinámicos, cognitivos, conductuales, la filosofía
oriental y la dialéctica. Y además, también llama la atención la honradez de los
autores, porque en la exposición de ejemplos de caso han ido hasta el final, no
rehuyendo presentar el final trágico de una paciente que resulta desgarrador.
Expondremos el tratamiento siguiendo el orden del trabajo.
Los autores comienzan
señalando que el trastorno límite o borderline de la personalidad (TLP) es uno
de los más difíciles de tratar, de los más estresantes para los terapeutas,
especialmente debido a que son los pacientes que presentan con más frecuencia
conductas suicidas y parasuicidas, entendiendo por éstas conductas autolesivas
graves, o intentos de suicidio. Otra razón para que sean tan difíciles es que
estos pacientes suelen tener dificultades con la vivencia y expresión de su ira,
y es frecuente que dirijan una intensa ira hacia sus terapeutas.
A continuación exponen
los criterios para la definición de este trastorno, basados en el DSM-IV. En
general estos pacientes manifiestan inestabilidad y falta de regulación en todos
los dominios de funcionamiento, y específicamente, muestran:
1- Inestabilidad y
falta de regulación emocional. Tienen problemas con los sentimientos de
ansiedad, depresión, los episodios de irritabilidad, y con la ira y la expresión
de la ira.
2- Falta de regulación
conductual, evidenciada en las conductas impulsivas extremas, como los actos
autolesivos o los intentos de suicidio, que pueden acabar (un 10%) en suicidios
reales.
3- Falta de regulación
cognitiva, en formas breves, no psicóticas, falta de regulación sensorial y de
pensamiento, y delirios. Éstos se limitan a las situaciones estresantes y
desaparecen cuando estas situaciones acaban.
4- Falta de regulación
del sentido del self, con sentimientos de vacío y de no saber quienes
son.
5- Por último, falta de
regulación de las relaciones interpersonales. Estas relaciones son intensas,
caóticas, llenas de dificultades, pero aún así no pueden renunciar a ellas sino
que más bien, al contrario, intentan por todos los medios aferrarse a sus
personas significativas y evitar que les abandonen.
Comentan los autores
que el TLP es un trastorno sobre el que se ha escrito mucho en la literatura
clínica, pero a pesar de ello no hay muchos estudios empíricos sobre la eficacia
de los distintos tratamientos, y esto se atribuye a la gran dificultad que tiene
la terapia con estos sujetos, y más dificultad aun si se añade al encuadre
clínico la complejidad de un estudio controlado para investigar los
resultados.
Revisión de
otros enfoques de tratamiento
En este apartado los
autores hacen una brevísima revisión de los distintos enfoques que han abordado
anteriormente el trastorno límite de la personalidad. Especialmente se detienen
en el enfoque psicodinámico representado por Kernberg (que podemos encontrar en
Kernberg, 1984, y más actualmente en Kernberg y otros, 2000), donde el autor
expone un modelo de tratamiento específico para los trastornos límite de la
personalidad, la “psicoterapia expresiva”, que se caracteriza por resaltar en
primer lugar la interpretación, el mantenimiento de la neutralidad terapéutica y
el análisis de la transferencia. El tratamiento se centra en analizar los
conflictos intrapsíquicos, con los objetivos de conseguir mayor control de
impulsos, mayor tolerancia a la ansiedad y habilidades para modelar los afectos
y desarrollar relaciones interpersonales estables. Por otra parte, Kernberg
propone una terapia de apoyo para los pacientes límite más graves. La
característica de esta modalidad de terapia es que en las primeras etapas de
tratamiento sólo se analiza e interpreta la transferencia negativa, dejando para
etapas posteriores el análisis de otros aspectos de la relación
terapéutica.
Es interesante la
referencia de los autores a un estudio de Bateman y Fonagy de 1999 en el que por
primera vez se aportan datos a favor de la eficacia del tratamiento
psicoanalítico. Estos autores ven el trastorno límite de la personalidad como un
trastorno del apego, y la terapia se centra en el análisis de los modelos de
relación y los factores inconscientes que inhibían el cambio. Realizaron un
estudio empírico que comparaba los efectos del tratamiento en un grupo
experimental que recibía su programa con otro grupo control que recibía un
tratamiento estándar, sin psicoterapia. Según la interpretación Bateman y
Fonagy, las características de su programa que están relacionadas con la
efectividad del tratamiento son: una base teórica consistente, la focalización
en la relación, y el mantenimiento del tratamiento durante un tiempo.
A partir de aquí, hay
referencias aún más breves al enfoque interpersonal de Lorna Benjamín, el
Integrativo de Langley, y al cognitivo-conductual de Beck, que ha sido adaptado
por otros autores a este tipo de pacientes. Especialmente, sostienen, la
adaptación de Turner ha mostrado resultados prometedores. Respecto al
tratamiento psicofarmacológico, los autores se muestran precavidos en cuanto a
considerarlo útil, excepto en determinados casos, debido a la probabilidad de
que se dé abuso de las drogas prescritas o automedicación, y también debido a
los efectos secundarios de ésta.
La terapia
conductual dialéctica
Exponen los autores que
la terapia conductual dialéctica o TDC está diseñada para individuos severamente
disfuncionales, suicidas crónicos, y la orientación teórica de este tratamiento
es una mezcla de tres posiciones: la orientación conductual, la filosofía
dialéctica y la práctica Zen. Dentro de estas teorías tan distintas, la
orientación conductual es contrarrestada por la aceptación del paciente extraída
del Zen y la práctica contemplativa de Occidente, y la equilibración de esos dos
polos se resuelve por lo que denominan el marco dialéctico, es decir, un tener
en cuenta orientaciones que aparecen como contradictorias entre sí y la búsqueda
de una síntesis entre ambas. Aunque los procedimientos y estrategias que usan
están basados en la teoría conductual, los autores reconocen que superponen
otras orientaciones muy diversas de terapia, como teorías psicodinámicas,
centradas en el paciente, cognitivas, y las denominadas “estratégicas”.
En cuanto a la medición
de su eficacia, Linehan y sus colegas han publicado hasta ahora dos
investigaciones que comparan la eficacia de TCD con tratamientos usuales para el
trastorno límite de la personalidad. Aunque no especifican de qué tipo eran
estos tratamientos, probablemente se refieren a enfoques cognitivos conductuales
estándares. Los resultados en general son bastante contundentes. En
prácticamente todas las áreas hubo mejores resultados en el tratamiento TCD, y
especialmente resalta la reducción de la conducta parasuicida, y la permanencia
de los pacientes en el tratamiento. En las poblaciones menos graves se reduce,
notoriamente más que en el tratamiento estándar, la ideación suicida y la
depresión. Además, cuando se ha podido hacer seguimiento, 1 año después del
tratamiento la mejoría persiste.
Bases
filosóficas: la dialéctica
Los autores utilizan el
término “dialéctica” aplicado a la terapia con dos sentidos. Por un lado como
una visión del mundo o posición filosófica, de donde parte el desarrollo de las
hipótesis teóricas que explican los problemas del paciente y el tratamiento. Por
otro lado como método de diálogo y de relación, de donde se derivan las
estrategias usadas por el terapeuta para obtener el cambio.
La dialéctica
como visión del mundo quiere decir que se enfatiza el conjunto, la
interrelación y el proceso (o cambio) como características fundamentales de la
realidad. Se ve el conjunto no como la mera suma de partes, ya que para analizar
cada parte ha de ponérsela en relación con el todo. Por otro lado, aunque la
visión enfoca el todo lo reconoce como complejo. Resalta la polaridad inherente
a cada cosa o sistema, que está representada por fuerzas polares llamadas
“tesis” y “antítesis”, y el proceso de cambio lleva a la “síntesis” que es el
resultado de esas fuerzas. La tensión entre esas fuerzas existentes en cada
sistema es lo que mueve al cambio, pero el nuevo estado no está libre tampoco de
nuevas contradicciones. Por tanto el cambio es considerado continuo y esencial
en la vida. Los autores toman así el término dialéctica en el sentido Hegeliano
clásico.
En cuanto a la
dialéctica como persuasión, dentro la relación y el diálogo
entre dos personas, se refiere al uso de la persuasión para producir el cambio,
basándose para ello en las oposiciones inherentes a la relación terapéutica
entre el paciente y el terapeuta. Partiendo de dos posiciones contradictorias,
tanto el paciente como el terapeuta pueden llegar a nuevos significados. La
filosofía básica es no aceptar nunca una proposición como verdad final o
indiscutible. Es interesante el comentario de los autores sobre su aplicación,
en los casos en que hay fuertes desavenencias entre el personal implicado en el
tratamiento sobre cómo tratar a un paciente, cuando cada terapeuta o grupo cree
que ellos conocen toda la verdad sobre un paciente o un problema clínico
concreto.
La aplicación de estos
principios a la hora de concebir el caso lleva a los autores a pensar en éste en
términos que podríamos ver como cercanos a la teoría del pensamiento complejo de
Morín (1990). En primer lugar conciben el caso como una disfunción
sistémica, la cual se caracteriza porque se ve una continuidad entre la
salud y la enfermedad, y ésta se ve como resultado de causas múltiples, más que
de causas simples. De este modo, no hay un único factor que lleve al trastorno
sino toda una gama, desde los factores constitucionales hasta los que resultan
de la interacción con el entorno.
Otra suposición de la
que parte esta aproximación dialéctica es que la relación entre individuo y
entorno es de influencia recíproca. Siguiendo el ejemplo ofrecido en el trabajo,
un niño que haya tenido un accidente puede requerir un grado de atención y
dedicación por parte de sus padres que lleve al extremo los recursos que ellos
puedan aportar, tras lo cual estos padres pueden llegar a invalidar o culpar al
niño. Por tanto no tiene porqué ser un fallo del sistema de padres
exclusivamente, sino de éstos ante una situación que los desborda. Para los
autores esta visión de los hechos tiene la ventaja de no culpabilizar al poder
explicar el punto de vista de cada una de las partes.
Por último, en la
concepción dialéctica la noción de conducta es más amplia que en la teoría
conductista general. Esto es importante, porque a lo largo de la exposición
del trabajo vamos a utilizar mucho el termino “conducta”, pero hay que dejar
claro lo que significa en este contexto. Se señala que la teoría conductista
divide la conducta en verbal, motora y psicológica, y a su vez cada una de esta
puede ser pública o privada. Para estos autores, estos tipos de conducta, aunque
son distintos están muy interrelacionados y superpuestos. Y para ellos, además,
no hay un modelo de conducta que sea intrínsecamente más importante que otro (no
es necesariamente más importante la conducta motora visible, pública, que la
conducta psicológica –que conlleva la vivencia fenoménica). Todo esto explica la
diferencia entre este enfoque y el conductista clásico, a pesar de que ellos
insisten en conservar el término, y tiene además consecuencias en toda la línea
de tratamiento, empezando por su objetivo global, como veremos.
Teoría
biosocial: la disregulación emocional
Para Linehan, la autora
que ha desarrollado este enfoque terapéutico, el trastorno límite consiste
principalmente en una disfunción del sistema de regulación de la
emoción, y a partir de esto, lo cual considera el núcleo de la
patología y no sólo lo más sintomático o manifiesto, se dan el resto de los
síntomas conductuales típicos del cuadro.
Esta disfunción a la
hora de regular las emociones tiene por un lado causas biológicas que
tienen que ver con la vulnerabilidad inicial del sujeto, por la cual es muy
sensible a los estímulos emocionales. Este déficit produce dificultades en la
inhibición del estado de ánimo cuando se ha de organizar una conducta
independientemente de aquél, déficit para incrementar o bajar la excitación
fisiológica cuando se necesita, déficit para distraer la atención de estímulos
que evocan emociones no deseadas, y para experimentar emociones sin poder
inhibirlas inmediatamente, o bien produciendo una emoción secundaria negativa
extrema.
Por otra parte, como el
nombre “biosocial” indica, para Linehan no es suficiente que se dé en el sujeto
esta vulnerabilidad inicial sino que, además, éste ha de estar expuesto a un
“entorno invalidante”. Las características de este entorno
consisten en que niega o responde de modo no adecuado a las experiencias
privadas de los sujetos. No se toman sus reacciones emocionales como válidas
ante los hechos que las provocan, sino que se las trivializa, se las desprecia,
se las desatiende o, incluso, se las castiga. Estas familias tienden a valorar
el control de la expresión emocional, transmiten que la solución de los
problemas es más simple de lo que realmente corresponde, y no toleran la
manifestación de afectos negativos. El resultado de todo esto es la exacerbación
de la vulnerabilidad emocional del individuo, lo cual, a su vez, influye
recíprocamente en el entorno invalidante. De ahí resulta la persona con TLP, que
no sabe cómo etiquetar y cómo regular su excitación emocional, ni confía en sus
respuestas emocionales para interpretar y juzgar los hechos. El sujeto desconfía
de sus propios estados internos, lo que le lleva a una sobredependencia de los
otros, y esto a su vez impide el desarrollo de un sentido del self cohesionado.
Estos tres factores, las relaciones con los demás, la capacidad para regular las
propias emociones y el sentido del self estable y cohesionado, influyen
recíprocamente entre sí y, por tanto quedan todos alterados. Por último, para
Linehan las conductas autolesivas de los sujetos límite se interpretan como
intentos de regular el afecto, y además tienen un importante papel comunicativo
en tanto que provocan conductas de ayuda en un entorno que en sí no responde
empáticamente hacia ellos.
Linehan describe los
modelos conductuales de los pacientes como una serie de dilemas
dialécticos. Un dilema dialéctico es una dimensión bipolar en la cual
el terapeuta tiene la labor de encontrar una posición más equilibrada (síntesis)
que supere las anteriores oposiciones (tesis y antítesis). Estos dilemas están
representados por un lado por la dimensión “factores-biológicos”, y por otro por
la dimensión “entorno-invalidante” (algo que tiene mucho que ver con las series
complementarias freudianas). La autora propone tres dimensiones de conductas
definidas por polos opuestos. En una primera dimensión, un paciente TLP puede
oscilar entre invalidarse y culparse a sí mismo por su sufrimiento emocional, o
bien culpar al resto del mundo por tratarlo injustamente. Así, la conducta
suicida puede explicarse tanto como agresión a sí mismo como conducta de
petición desesperada de ayuda. Una segunda dimensión consiste en uno de sus
polos en la tendencia biológica a la “pasividad activa”, en la cual el paciente
se acerca a los demás para que le den soluciones, y en el otro polo estaría la
conducta del paciente que aparenta más competencia de la que realmente tiene,
porque su entorno invalidante ha exigido de él en demasía. El propio terapeuta
tiende, dependiendo de la posición en que se ubique el paciente, a subestimar o
bien a sobreestimar sus capacidades. Por último, la tercera dimensión tiene en
el polo biológico la tendencia del paciente a experimentar la vida como una
serie interminable de crisis, y en el otro polo estaría la conducta provocada
por el entorno de “aflicción inhibida” (lo que nosotros llamaríamos disociación)
por la que el paciente no puede experimentar las emociones asociadas a traumas o
pérdidas significativos. Como dijimos, el terapeuta trabaja en la dirección de
buscar el equilibrio y la síntesis de los opuestos existentes en el
sujeto.
Estadios de
la terapia y objetivos del tratamiento
Exponen los autores que
TCD está creada para tratar con pacientes de todos los niveles de gravedad, y
está concebida para aplicarse en estadios. Los pacientes gravemente trastornados
entran en tratamiento en el estadio 1. Cada estadio prepara al paciente para el
siguiente. Veremos ahora cada uno de ellos con detenimiento.
Pretratamiento:
orientación y compromiso. A lo largo de las tres primeras entrevistas,
terapeuta y paciente llegan a un acuerdo y un compromiso de trabajar juntos.
Pero para esto se trabaja primero con las expectativas que el paciente tiene,
estudiándose si son o no realistas. Se aclara que este tratamiento no es un
programa de prevención de suicidio, sino que pretende, a través del trabajo en
equipo, crear una vida que merezca la pena vivirse (aquí vemos la importancia
que se da no sólo a la conducta, sino a las vivencias del paciente). Además, se
exponen las bases del tratamiento, describiéndolo como una terapia
cognitivo-conductual, que pone especial énfasis en el aprendizaje de
habilidades. Ya en esta fase se utilizan estrategias específicas, que son
explicadas más adelante.
Estadio 1:
lograr capacidades básicas. Este estadio se centra en conseguir un modo
de vida razonablemente funcional y estable. Con los pacientes suicidas, graves,
normalmente esta etapa dura un año como mínimo. A continuación los autores
describen los objetivos de este estadio.
En primer lugar las
conductas suicidas. Señalan con toda claridad que la primera
prioridad de la terapia es mantener al paciente vivo. Por tanto, se trabaja todo
lo relacionado con conductas suicidas y parasuicidas, incluyendo las amenazas de
suicidio, planearlo, prepararlo, pensar sobre ello, así como con la conducta
autolesiva. Lo más significativo en este enfoque es que este objetivo se
hace explícito al paciente, lo que no deja de plantear problemas, como
veremos después.
Un segundo objetivo son
las conductas que interfieren con la terapia. Este objetivo es
importante con este tipo de pacientes, debido por un lado a que presentan un
índice muy elevado de abandono de la terapia, y por otro al alto grado de
tensión que se produce en los terapeutas, o sea la posibilidad de que éste “se
queme” o intervenga de modo iatrogénico. Los autores dejan claro que las
conductas que interfieren con la terapia, tanto por parte del paciente como del
terapeuta, son trabajadas “directamente, inmediatamente, consistentemente y
constantemente –y, lo más importante, antes más bien que después, de que bien el
terapeuta o el paciente no quieran continuar más tiempo” (p. 484). Un ejemplo de
conducta que interfiere con la terapia por parte del paciente sería la de
intentar traspasar los límites personales del terapeuta, y esto se trabaja
dentro de la sesión. Un ejemplo de conducta interferente del terapeuta serían
conductas iatrogénicas como las que causan ansiedad innecesaria al paciente, o
aumentan sus dificultades. Se tratan estas conductas del terapeuta en las
sesiones de terapia si el paciente trae este material, pero también en las
supervisiones/consultas.
No podemos menos que
resaltar que en un enfoque que se denomina a sí mismo como primordialmente
conductual, se otorgue tanta importancia al vínculo de la relación terapéutica,
ya que lo aquí expuesto tiene que ver con lo que en términos psicoanalíticos
llamamos trasferencia y contratransferencia. Esta es sin duda una de las raíces
psicodinámicas más evidentes de esta aproximación.
Un tercer objetivo son
las conductas que interfieren con la calidad de vida. Aquí se
incluyen conductas como el abuso de sustancias, trastornos graves de
alimentación, conductas sexuales de alto riesgo y fuera de control, dificultades
financieras extremas (jugar o gastar de forma incontrolada), conductas
criminales que pueden llevar a la cárcel, o conductas relacionadas con el
trabajo o la escuela (como faltar, no hacer nada productivo, abandonar
prematuramente, etc.), conductas disfuncionales relacionadas con el hogar (como
vivir con gente que abuse de ellos, no tener casa estable), con la salud mental
(como no tomar los medicamentos prescritos o bien abusar de ellos), y con la
salud en general (como no tratarse problemas médicos serios). Se trata de
alcanzar una vida mínimamente segura y adecuada.
Por último, en el
Estadio 1 se tratan las habilidades conductuales. Aquí se busca
aumentar las habilidades en relación a regular las propias emociones, mantener
las relaciones interpersonales, y tener autonomía mínima. Principalmente se
trabajan estas habilidades en sesiones grupales semanales especialmente
destinadas a ello, aunque el terapeuta individual dirige durante un tiempo su
adquisición y ejercitación. Dentro de estas habilidades, hay una que los autores
incluyen como central en su tratamiento, y que está tomada de la práctica de
meditación Zen, que ellos llaman habilidades de “toma de conciencia”. Esta toma
de conciencia se refiere especialmente a poner nombre a lo que se está
sintiendo, vivenciarlo conscientemente, prescindiendo de la instancia que lo
juzga o lo critica, algo que consideran está muy relacionado con la tolerancia a
la ansiedad. Aquí vemos de nuevo una relación muy cercana con las propuestas de
la escuela psicoanalítica del self (Kohut, 1971).
Estadio 2:
reducción de la angustia postraumática. Aunque en el Estadio 1 se han
podido explorar la relación entre la conducta presente y eventos traumáticos
previos, incluidos los de la niñez, es en el Estadio 2 donde el foco se dirige
específicamente a elaborar (“procesar” es el término que usan) hechos
traumáticos anteriores. El procedimiento consiste en volver a exponer al
paciente a claves asociadas con el trauma, dentro de la terapia. Los autores
explican que en un lenguaje psicodinámico el Estadio 1 sería una fase
“contenedora” y el Estadio 2 una fase de “descubrimiento”. Se trata de recordar
y aceptar los hechos traumáticos tempranos, reducir la estigmatización y
autoinculpación que suele asociarse con ellos (se da un alto índice de abuso
sexual infantil entre estos pacientes), reducir la negación y resolver las
tensiones dialécticas en cuanto a la atribución de la culpa que produce el
trauma. Pero para pasar a este estadio, los autores ven necesario haber superado
los objetivos del Estadio 1, ya que de lo contrario el paciente no podrá
afrontar la ansiedad que desencadena este nuevo proceso.
Efectivamente, como los
propios autores indican, vamos viendo que éste es un proceso al que no la faltan
ingredientes para ser descrito como psicoanalítico. Lo que de momento señalamos
como distinción es la clara y evidente programación de antemano de los objetivos
a tratar, evidentemente surgida de la extrema gravedad de los pacientes para los
que se ha diseñado el tratamiento. Siguiendo un criterio pragmático, se señala
que los objetivos primeros pasan por que el paciente siga vivo, siga con la
terapia, y su vida esté mínimamente resuelta como para poder pasar a los
objetivos más clásicamente psicoanalíticos de elaboración de situaciones
traumáticas y toma de conciencia de motivaciones, temores y conflictos internos
inconscientes. Y este orden es explícito, se trabaja directamente con el
paciente cada iniciativa referida a esos primeros objetivos. En un enfoque
analítico tradicional, podría pensarse que mientras los traumas no estén
elaborados no tiene sentido pedir al paciente que controle su conducta suicida o
parasuicida. Aquí se hace justo lo contrario: se establecen en primer lugar unos
criterios conductuales mínimos (que duran, como mínimo, 1 año) para poder entrar
después en un trabajo más profundo. Pero bajo nuestra interpretación no es que
no se dé a los criterios del segundo estadio el valor de agentes causales de la
conducta (en amplio sentido) del paciente. Por lo que podemos ver, se trata más
bien de un criterio pragmático, estratégico, según el cual lo primero es
establecer un vínculo fuerte y con alto nivel de compromiso en base al cual las
conductas más peligrosas sean controladas, y sólo después se entra en el trabajo
interpretativo que es el que realmente dotará al paciente de la autonomía
necesaria para que las habilidades que se están enseñando y practicando, sean
realmente internalizadas.
Estadio 3:
resolver problemas de la vida e incrementar el autorrespeto. Aquí se
presupone que el paciente tiene ya un nivel de funcionamiento suficientemente
bueno en casi todos los dominios. El objetivo ahora se dirige por un lado a la
confianza en sí mismo y la autoestima y por otro lado a la autonomía. El
paciente debe conseguir que su autorrespeto sea razonablemente independiente de
la valoración externa. Y esto significa que deben promoverse también la
independencia para con el propio terapeuta, que irá estimulando los pasos hacia
la autonomía del paciente respecto a él mismo.
De nuevo una digresión
para señalar la sensación a la vez de cercanía y lejanía para con la técnica
psicoanalítica. En el lenguaje clásico del psicoanálisis se habló de resolución
de la neurosis de transferencia. Hoy día, la trasferencia se ve de forma
distinta a como se veía antes (Westen y Gabbard, 2002), se considera necesario
una progresiva toma de conciencia de las modalidades de reacción activadas en el
específico contexto interpersonal de la relación terapéutica, para así
regularlas -si bien la perspectiva teórica de ahora ve que este trabajo va
combinado con los efectos directamente terapéuticos del nuevo vínculo, que no
pasan por la toma de conciencia.
Entendemos que en este
Estadio 3 se trabaja específicamente con las actitudes del paciente que puedan
implicar dependencia del vínculo para el mantenimiento del self, y se tiene
cuidado de tomar conciencia de las actitudes del propio terapeuta que puedan
potenciar esta dependencia, para manejarlas.
Estadio 4:
lograr la capacidad de sostener la alegría. Los autores no se detienen
mucho en explicar esta fase, diciendo sólo que ahora los objetivos pasan por
ampliar la conciencia, la plenitud espiritual y el movimiento dentro del flujo
vital, y que en este momento los pacientes pueden beneficiarse de la
psicoterapia de larga duración orientada al insight, y de dirección espiritual o
las prácticas espirituales. En el ejemplo clínico que ofrecen al final del
trabajo, la paciente es Sally. Ella ha perdido a uno de sus dos hijos en un
accidente, y poco después perdió a su madre, y su padre enfermó. Trabaja de
forma estable y satisfactoria, y está casada con un hombre fiel y dedicado, pero
que tiene poca sensibilidad interpersonal y tiende a desvalorizarla. El Estadio
1 de Sally duró dos años, y después la terapia se ha prolongado, aunque con
sesiones muy espaciadas, durante 15 años. A lo largo del tratamiento se ha
trabajado su duelo y en su Estadio 4 el objetivo es superar el sentimiento de
incompletud que se opone a su capacidad de disfrutar. Para esto necesita una
“aceptación radical” de la muerte de su hijo, de manera que retome actividades
espirituales que anteriormente la llenaban, como la meditación.
LA
ESTRUCTURACIÓN DEL TRATAMIENTO: FUNCIONES Y MODOS DE ABORDAJE
En este apartado, tras
exponer las funciones o servicios esenciales del tratamiento TCD, los autores
van describiendo las distintas modalidades de abordaje para realizar dichas
funciones. En este enfoque las responsabilidades están desperdigadas a través de
distintas modalidades de tratamiento, realizadas en distintos ámbitos y por
distintas personas. Sin embargo, el terapeuta individual es en todo momento el
principal terapeuta, y es responsable de organizar el tratamiento de forma que
las distintas intervenciones estén coordinadas.
La primera modalidad de
intervención es la terapia individual. Ésta se organiza
normalmente en una sesión semanal de entre 50 y 90 minutos, pero en los estadios
iniciales, o en los periodos de crisis, puede haber dos sesiones
semanales.
En la terapia
individual se van trabajando los objetivos diseñados de modo ordenado, pero
siempre atendiendo a la relevancia que un determinado problema tenga en el
presente, es decir, se prioriza el material importante que es traído a la sesión
o el que se manifiesta en la misma sesión. Esto significa un trabajo siguiendo
objetivos programados, diseñados en base al tipo de trastorno que se trata, como
vimos antes, pero a la vez flexibilidad suficiente como para tener en cuenta lo
que en cada momento presente está siendo activado en el paciente. Por ejemplo,
en el Estadio 1 se va trabajando la temática propia de esta etapa, como son los
temas relacionados con las habilidades interpersonales, o con la habilidad para
tolerar la ansiedad. Pero si ha habido una conducta parasuicida, o una conducta
que interfiere con la terapia de las que anteriormente se han expuesto, siempre
se dedica a este tema al menos parte de la sesión.
Como ayuda para
establecer la relevancia de las conductas que hay trabajar, el terapeuta usa
tarjetas diarias que el paciente ha de rellenar en casa, y se revisan al
principio de cada sesión. En ellas el paciente escribe cada incidente de
conductas parasuicidas, ideación suicida, tristeza, consumo de drogas (tanto
lícitas como ilícitas), y la práctica de habilidades conductuales que haya
realizado. Si el paciente no completa la tarjeta esto se considera una conducta
que interfiere con la terapia.
De este modo, en las
sesiones individuales se trabajan tanto los problemas estructurados en el
programa como los que surgen espontáneamente, y se utilizan diferentes
estrategias de las que se describen en el apartado próximo, incluyendo la
interpretación y la validación (nombre que aquí se da a las interpretaciones
afirmativas).
Otra modalidad de
intervención dentro del tratamiento es el entrenamiento en
habilidades. Esto se lleva a cabo en sesiones grupales de dos horas o
dos horas y media que se imparten cada semana, y a las cuales los pacientes
asisten durante al menos el primer año de tratamiento, y después continúan si
ellos lo desean. Podríamos decir que, aunque no separadas de forma rígida, en
este ámbito las estrategias de intervención son más conductistas (como
adquisición, refuerzo y generalización de habilidades), siguiendo un programa
estructurado, trabajando los temas que tocan o que el terapeuta propone. Por el
contrario, diríamos que en las sesiones individuales, aunque partiendo también
de los objetivos generales, el abordaje es más flexible y dependiente del
material que el paciente traiga a la sesión, y las estrategias de intervención
son evidentemente más psicodinámicas. Como vemos, los autores consideran más
productivo, por ser menos dificultoso, separar la función psicopedagógica de la
psicoterapéutica.
Una modalidad añadida
especialmente para pacientes que tienen problemas de consumo de drogas, es la
consulta de habilidades. Se trata de que uno de los líderes del
grupo de entrenamiento en habilidades lleve un seguimiento directo de un
paciente en cuanto a los ejercicios de reforzamiento, revisión de trabajo para
casa, retroalimentación (o devolución de su punto de vista sobre cómo lo va
realizando). Es decir, un miembro aventajado del grupo imparte clases
particulares a otro, con lo que se persigue así reforzar el vínculo del paciente
a, al menos un miembro del grupo, y así incrementar la asistencia a las
sesiones grupales.
Parte integral de esta
terapia son las consultas telefónicas. Éstas tienen diversas
funciones: dirigir la puesta en práctica de las habilidades, favoreciendo su
generalización en ámbitos cotidianos, intervenir en crisis de emergencia, y
aportar un contexto para reparar la relación terapéutica sin que haya que
esperar a la próxima sesión. Esto último es importante en este tipo de pacientes
que frecuentemente tienen reacciones negativas a las interacciones de las
sesiones de terapia, y teniendo en cuenta la falta de regulación emocional se
considera importante darle la oportunidad de restaurar la relación, de forma que
por teléfono se alivie y se reasegure al paciente hasta el siguiente encuentro,
en el que se trate el tema con profundidad. Los autores lo expresan con claridad
“Un terapeuta hábil usa las llamadas de teléfono por sólo una razón: mantener un
paciente en la terapia (incluyendo, por supuesto, mantener al paciente vivo
cuando es necesario)” (p. 488).
Nos detendremos aquí en
algo que los autores consideran sumamente importante, la captación y control de
todas las posibles contingencias que puedan favorecer los síntomas o conductas
disfuncionales. Se entiende aquí por contingencia los hechos que pueden ocurrir
coincidentes con los síntomas, y que por tanto quedarán asociados a estos. En
TCD se enfatiza el hecho de que lo que se ofrezca en los distintos tipos de
llamadas de ayuda sea lo más similar posible, es decir, tanto si el paciente
llama diciendo que está a punto de cometer suicidio, como si llama para pedir
una orientación sobre cómo comportarse ante un problema familiar, o para tener
una charla tranquilizadora, lo que el terapeuta esté dispuesto a darle debe ser
similar. Y esto para que el paciente no asocie la conducta suicida a un
incremento de contacto telefónico. Como para evitar esto el terapeuta sólo puede
hacer dos cosas, o bien rehusar recibir ninguna llamada o bien hacer que el
paciente lo llame no sólo entonces sino también en otras situaciones, Linehan
opta por lo segundo. Por eso sostienen que en TCD es considerado una conducta
que interfiere con la terapia tanto el llamar al terapeuta demasiado poco como
llamarlo con demasiada frecuencia.
Efectivamente, esto se
ve claro en uno de los ejemplos clínicos del final del trabajo. Expondremos aquí
una parte de este caso porque ilustra bien el tema que ahora queremos resaltar.
Cindy es una paciente muy grave, con múltiples incidentes suicidas y
parasuicidas. Las conductas parasuicidas de Cindy la hacían ingresar en el
hospital con frecuencia, o bien otras veces ella misma avisaba de estar teniendo
fuertes ideas de suicidio y pedía hospitalización por temor a realizarlo.
Analizando un modelo de conducta que se repetía, la terapeuta (Linehan),
consideró de máxima importancia causal la contingencia entre la hospitalización
y los actos parasuicidas (autolesiones graves, como cortarse o quemarse). La
interpretación aquí es que alguna motivación relacionada con internarse en su
hospital preferido, como podría ser el sentirse cuidada, producía que la
hospitalización actuara como reforzador de las conductas autolesivas. Esto llevó
a la terapeuta a sentir la necesidad de tomar medidas para cortar esta
contingencia. Pero por otra parte, la paciente no estaba de acuerdo con esta
visión de las cosas, y sentía que la terapeuta no la comprendía, no creía en su
sufrimiento real y le atribuía actitudes manipuladoras, por lo que se sentía
dolida y ofendida. Usando una estrategia a la que después nos referiremos
(consulta de asesoramiento sobre el caso con otros profesionales, estando Cindy
presente), la terapeuta planteó un nuevo régimen de tratamiento que impidiera
esta contingencia. El nuevo plan consistió en que Cindy podría elegir a voluntad
estar tres días en el hospital, y al final de este tiempo siempre tendría que
salir. Si ella seguía pensando que estaba en serio peligro de suicidio, podría
ser transferida entonces a otro hospital menos preferido por ella, de modo que
su seguridad estuviera salvaguardada. De este modo, la base de la admisión en su
hospital no sería la conducta parasuicida. Pero los autores explican el extremo
cuidado con que se planteó esta medida en la reunión, haciendo hincapié al
respeto de la terapeuta por el punto de vista de la paciente, y en la
consideración de la interpretación de la terapeuta de lo que ocurría como un
punto de vista más, sólo que, debido a su responsabilidad como profesional que
llevaba la dirección del caso, ésta se veía en la obligación de ser consecuente
con lo que ella pensaba que estaba ocurriendo, porque creía que esto estaba
poniendo en peligro la vida de la paciente.
Todo esto muestra los
tremendos desafíos con que se enfrenta Linehan por sostener un modelo que
integra con similar peso puntos de vista conductuales y psicodinámicos, y
muestra sus esfuerzos por resolver las dificultades que ello les provoca.
En relación con este
énfasis en la búsqueda de contingencias, se propone otra modalidad de
intervención: la estructuración del entorno. Se trata de estar
siempre buscando qué factores en las reglas y en el personal del programa de
tratamiento están reforzando conductas que se quieren eliminar, si a través de
las conductas suicidas o maladaptativas el paciente consigue la ayuda que
quiere, con lo cual esta contingencia provoca la asociación y refuerza la
conducta. Un ejemplo que dan los autores para evitar esto consiste en hacer
contratos con los pacientes por los cuales si mejoran después de por ejemplo un
año de tratamiento se continuará la terapia, y en caso contrario se derivarán a
otro programa.
El programa comprende
también una importante atención a los terapeutas, al considerar
que éstos están sometidos a un estrés enorme. Se requiere que todo terapeuta
esté en relación de supervisión semanal con una persona o con un grupo, en ambos
casos terapeutas que atienden pacientes límite con TCD, de modo que en el grupo
cada miembro es a la vez terapeuta y “paciente” de otros terapeutas.
El
encuadre puede ser variable, y dependiendo de éste (no es lo
mismo trabajar en el marco de un hospital de día, de un hospital con pacientes
internos, o en una consulta privada), se contempla adaptar el tratamiento. Por
ejemplo, en la práctica privada podría adoptarse la modalidad de que el
terapeuta pueda ver al paciente dos veces por semana y actuar una como
psicoterapeuta y otra como pedagogo para el entrenamiento en habilidades, al ser
más difícil organizar un grupo, o bien otras alternativas.
Por último, los autores
hablan de las variables del paciente requeridas para entrar en
TCD, poniendo como fundamental la participación voluntaria y el compromiso con
un periodo de tiempo específico que, como mínimo, es entre 6 mese y 1 año (el
paciente puede pedir interrumpir el tratamiento pero ha de asumir que si la
petición es denegada tendrá que continuar). Aquí sostienen explícitamente que lo
primero es crear un vínculo fuerte con el paciente, y después usar este vínculo
para promover el cambio. Esto es, de nuevo, una muestra de las raíces
psicodinámicas del enfoque, y lo podríamos traducir al lenguaje psicoanalítico
como el necesario establecimiento de una importante transferencia
positiva.
En cuanto a las
variables del terapeuta, Linehan propone rasgos de personalidad
importantes expresados en términos de dimensiones bipolares que han de estar
equilibradas. La primera es la aceptación y valoración del paciente y de la
relación tal como es en el momento presente, sin juzgar, a la vez que se asume
la necesidad de cambio y la responsabilidad de dirigir ese proceso. La segunda,
equilibrio entre seguridad en la propia posición y por otra parte capacidad de
autocuestionamiento, y la tercera, equilibrio entre la capacidad de “nutrir”
(enseñar, ayudar, reforzar), por un lado, y por otro la capacidad de ver al
paciente como alguien capaz, de modo que se le vaya dando margen para que cambie
y se independice.
ESTRATEGIAS DEL
TRATAMIENTO
En este apartado los
autores describen las diferentes estrategias que se usan, de forma coordinada,
en TCD. Existen cinco clases de estrategias: dialécticas, nucleares,
estilísticas, estrategias de dirección del caso y estrategias integradas. En
este trabajo los autores exponen las cuatro primeras.
Estrategias
dialécticas
Con la expresión
“estrategias dialécticas” se refieren a distintos significados. Por un lado, a
que el terapeuta tiene que estar continuamente buscando el equilibrio entre las
tensiones que se producen en la terapia, por ejemplo se busca el equilibrio
entre la aceptación y el cambio, entre el “nutrir” (para nosotros afirmar,
validar, reconocer) y el retar (psicoanalíticamente sería confrontar,
interpretar), entre prestar atención a las capacidades y hacerlo a las
limitaciones o déficits. Los autores reconocen que hoy día todos los enfoques
terapéuticos buscan este equilibrio, pero en TCD se convierte en central el
buscar el equilibrio a través de analizar los opuestos y encontrar una síntesis.
Este equilibrio ha de enseñarse al paciente, no de forma explícita o teórica
(debido a lo abstracto de estos conceptos) sino a través de ir viendo en cada
ejemplo cómo la comprensión y aceptación de una idea, un deseo, no invalida otro
opuesto que también está presente. En resumen, se intenta que el paciente
abandone su pensamiento dicotómico y vaya haciendo suya una forma de pensamiento
que ve la realidad como compleja y múltiple, que tolere sus contradicciones
internas.
Para la visión
psicoanalítica, que ha trabajado desde los orígenes con la noción de conflicto
como clave central, todo esto no suena nuevo. Pero sí es enriquecedor ver la
nueva forma de expresarlo y concebirlo, relacionada con la cultura budista a
decir de los autores. Se tiene la impresión de que aquí se hace explícito algo
que es presupuesto en psicoanálisis: que el conflicto es inherente a la vida y
al ser humano, que no hay que huir de él sino comprenderlo y aceptarlo, y buscar
soluciones teniendo en cuenta que los deseos son siempre múltiples y muchas
veces contradictorios. A continuación vemos las estrategias dialécticas
específicas usadas en TCD.
Asumir la
paradoja. El terapeuta no niega las paradojas implícitas en el proceso
de tratamiento o en la realidad en general, sino que las presenta tal como se
dan, sin explicarlas racionalmente. Se deja que sea el paciente el que busque la
síntesis de las polaridades para comprender. Ejemplos de paradoja de Linehan
son: los pacientes son libres de elegir su conducta, pero no pueden estar en
terapia si no trabajan para cambiarla. Se les enseña a adquirir más
independencia, para que la usen pidiendo ayuda a los otros. El paciente tiene
derecho a matarse a sí mismo, pero si alguna vez se considera que están en serio
riesgo de suicidio se le encerrará. El paciente no es responsable de estar como
está, pero es responsable de lo que llega a ser... (Cuántas veces uno se ha
podido sentir incoherente, y por tanto con cierta carga de malestar, por no
saber admitir estas contradicciones esenciales).
Usar la
metáfora: parábola, mito, analogía y contar cuentos. Se utilizan todos
estos recursos para que el paciente comprenda algo que en principio le cuesta.
De nuevo vamos a un ejemplo que se relata en las sesiones clínicas transcritas.
La paciente llega a sesión tras un incidente esa semana en que se ha
autolesionado abriéndose una herida previa que ella misma se había infligido. La
explicación que da es que el médico no quiso facilitarle medicamentos para el
dolor, y como éste no se creía hasta qué punto le dolía, sintió que tenía que
demostrárselo de alguna forma. De manera que la explicación o “pensamiento
falso” de la paciente es que se autolesionó por no poder soportar el dolor
fisico, pero la terapeuta quiere hacerle ver que la motivación real no era el
dolor, sino más bien otra (que más adelante sale a la luz, relacionada con su
sentimiento de no importarle a nadie, de no ser cuidada ni reconocida ni amada).
Para esto, la terapeuta cuenta a la paciente una historia, le pide que se
imagine que ambas van en una barca en medio del océano, porque su barco se ha
hundido. Al hundirse el barco la paciente se cortó la pierna y le duele mucho.
Se la han vendado, pero no tiene ningún analgésico en la balsa a la deriva. La
cuestión es, si ella le pidiera medicación y la terapeuta dijera que no, ¿se
habría lesionado la pierna para ponerse peor? E incluso, si hubiera medicamentos
para el dolor pero le dijera que no se lo daba porque debían guardarlos y no
gastarlos por la situación en que estaban, ¿se habría lesionado entonces? La
paciente responde que no. Así se avanza en la aclaración de que el dolor no es
lo que le provoca herirse sino, más bien, sentir que alguien no le ofrece ayuda
cuando ella siente que podría dársela si quisiera.
Jugar a abogado
del diablo. Esta estrategia proviene de las terapias cognitivas, y se
trata de que el terapeuta se coloque en la posición de quien defiende creencias
disfuncionales del propio paciente, en una versión extrema. Siguiendo el ejemplo
de los autores, si el paciente dice “estoy tan gorda, que mejor estaría muerta”,
el terapeuta entonces argumenta a favor de esto, y sugiere que como eso es
verdad para la paciente, también debe ser verdad para el resto de la gente, de
modo que toda la gente con sobrepeso debería estar muerta. Y como es muy
relativo lo que cada uno considera que es estar gordo, debe haber muchísima
gente que debería morir.
Más interesante es el
ejemplo clínico al que nos referiremos ahora. En una de las primeras sesiones,
Linehan está intentando conseguir que la paciente se comprometa con la terapia.
La paciente dice tener deseos de empezar, porque ya no aguanta más su estado,
viviendo así desde los 11 años, y dice (P): “Estoy entre la espada y la pared.
Necesito empezar (el tratamiento) o morir. Estas son mis dos elecciones”.
Entonces la terapeuta (T) dice: “¿Por qué no morir?”, y la paciente (P)
responde: “Bueno, si esto no resulta moriré”, (T): “¿Pero, por qué no ahora?”.
(P): “Porque si me queda esta última esperanza, prefiero vivir que morir si
puedo hacerlo”.
Sin embargo, la
estrategia de abogado del diablo puede volverse en contra si el terapeuta no
tiene suficiente sensibilidad como para sentir cuándo está llegando al límite de
la tensión que la paciente puede soportar. De hecho, esto ocurre poco después en
esta misma sesión, cuando la terapeuta intenta reforzar el compromiso utilizando
de nuevo esta estrategia. En este momento le está aclarando a la paciente que el
compromiso de estar un año en tratamiento implica no cometer suicidio, y aunque
la paciente asiente, la terapeuta sigue: (T): “¿Preferirías estar en una terapia
en la que si tú quisieras pudieras matarte?”, (P): “No sé, nunca lo he pensado
de ese modo.” (T): “Hmmm”, (P): “No quiero... Quiero ser capaz de alcanzar el
punto en que yo pudiera sentirme como no estando forzada a vivir”, (T): “¿Luego
estás de acuerdo conmigo, porque te estás sintiendo forzada a estarlo?”, (P):
“Sigues preguntándome todas estas cosas”, (T): “¿Qué piensas?”, (P): “No sé lo
que pienso ahora, honestamente.” Poco después, la paciente empieza a llorar, y
la terapeuta da marcha atrás.
Desde nuestra visión
lo que ocurre aquí es que la paciente se ha sentido presionada, y ha sentido que
se considera que ella opta por el suicidio con plenas facultades, pero no es
así, sino que lo vive como un acto necesario cuando no soporta el sufrimiento
psíquico. La paciente por tanto aquí no se ha sentido reconocida por la
terapeuta, y empieza a sentirse mal. La terapeuta cambia entonces a otra actitud
y otra estrategia, pasa a reconocer y animar a la paciente y también a exponerle
lo que ella pretendía hablándole así: (T): “Hoy tienes un estado de ánimo muy
alto, pero dentro de 5 horas puede no ser así, y nosotros tenemos que trabajar
para hacer que esto siga siendo una buena idea. Será un infierno, pero yo tengo
confianza”. La relación queda restaurada.
“Hacer limonada
a partir de los limones”. Se trata de ver los problemas como
oportunidades para que el paciente se desarrolle. Seguimos con el ejemplo
anterior. La paciente va relatando los pasos que precedieron a su autolesión, y
cómo fallaron los intentos de aguantar el dolor, de soportar la ansiedad, de
regular las emociones que la abrumaron. Ante esto, la terapeuta muestra que ella
realmente usó habilidades que estaba aprendiendo, y durante un breve tiempo
funcionaron (intentó evadirse del dolor tocando música, leyendo, haciendo
crucigramas; intentó la estrategia de “aceptación” concienciándose de que la
realidad –los otros- no iba a cambiar y debía aceptarlo) hasta que algo no dio
resultado. Así, la terapeuta anima y ofrece a la paciente una visión más
positiva de sí misma.
Estrategias
nucleares
Las estrategias
nucleares son de dos tipos: validación y resolución de problemas, y en todo
momento los autores enfatizan la necesidad de equilibrar ambos tipos en los
distintos momentos del tratamiento.
Validación. Pensamos que este nombre
equivale a lo que en psicoanálisis aportó Kilingmo (1995) con el nombre de
“afirmación” o “interpretación afirmativa”. Implica reconocer al paciente, la
legitimación de su self presente vía la comprensión de su sufrimiento. Aquí los
autores señalan que una terapia puede ser intensamente iatrogénica si el
terapeuta se centra exclusivamente en la necesidad de cambio por parte del
paciente, y además, en el caso de los trastornos límite, con esta actitud se
confirman los peores temores del paciente y se repite la posición del entorno
invalidante: desconfianza e invalidación sobre cómo ellos responde a los hechos
del entorno.
La validación,
intervención en la que los autores se extienden de modo que da buena idea de la
importancia que le otorgan, implica comunicar al paciente que sus respuestas
tienen sentido dentro de su contexto y su situación vital, y con ello se
comunica una aceptación. No se minusvalora el sufrimiento que le lleva a sus
respuestas, por más disfuncionales o destructivas que éstas puedan parecer. Los
autores sostienen que la validación es un reconocimiento de lo que es válido,
pero no significa “hacer” válido. Pensamos que con esto intentan diferenciarla
de lo que podría entenderse erróneamente como una transmisión directa de
valores, cuando especifican que el terapeuta no aporta al paciente la conducta
que es válida, sino que reconoce su validez para el paciente, ya que si éste la
sostiene es porque ha tenido sus motivos –aunque esto no implique que esa
conducta sea saludable o adaptativa. Por otra parte, ese reconocimiento le viene
dado a través de la intersubjetividad, reconociéndose a sí mismo el terapeuta
como otra persona capaz de tener esa misma conducta si sus circunstancias
hubieran sido similares.
En el libro de Linehan
a que continuamente hacen referencia los autores, se muestra la importancia de
este concepto. Ella establece seis niveles distintos de validación, en orden
creciente de complejidad. Estos niveles son descritos como: 1) estar
genuinamente interesado en el paciente; 2) transmitir a éste entendimiento y
reflexión de lo que éste ha dicho; 3) transmitirle a su vez comprensión de
aspectos de la experiencia que el paciente no ha comunicado directamente; 4)
validar la conducta a través de mostrar que ésta es causada; 5) mostrar los
aspectos razonables y bien basados, en relación con la respuesta del entorno, de
la conducta (sin evitar comentar también los aspectos disfuncionales); y 6)
creer en el paciente como sujeto capaz de cambio, como persona de igual estatus
e igual merecido respeto, que va más allá de lo que implica la etiqueta de su
diagnóstico o su rol como paciente.
Dentro de la
validación, sitúan los autores la estrategia de “animar”, a través de la cual el
terapeuta transmite al paciente una visión positiva de si mismo, le comunica su
creencia de que lo están haciendo de la mejor manera y que cree en sus
habilidades, y resalta cualquier evidencia de mejoría. Pensamos que esta
estrategia tiene que ver con lo que Kohut (1971) describió como función
especular desarrollada por los padres hacia el niño, y también por el terapeuta
hacia el paciente, mediante la cual la representación del otro como válido en la
intersubjetividad acaba siendo interiorizada por el sujeto, convirtiéndose en su
propia manera de verse a sí mismo. La diferencia está, como después
analizaremos, en que en psicoanálisis huimos en general del término “estrategia”
para explicar estos conceptos, por lo que puede implicar de actitud preparada y
no genuina.
Por otro lado, es
interesante algo que aquí los autores señalan: la necesidad de manejar con mucho
cuidado la estrategia de “animar”, ya que en caso contrario puede tener efectos
opuestos al invalidar la percepción que el paciente tiene de sí mismo, aunque
ésta sea negativa, invalidar su desesperanza.
Resolución de
problemas. Éste es el otro grupo de estrategias que forman el núcleo de
TCD, y son la contrapartida de la validación, ya que si ésta se centra en la
aceptación de la situación presente, la resolución de problemas se centra en el
cambio. Recordamos que el objetivo siempre en mente en este enfoque es mantener
en cada momento una fina armonía entre ambos tipos de actitud-intervención. Se
proponen 6 tipos de estrategias de resolución de problemas, que iremos
describiendo a continuación.
En primer lugar está el
análisis conductual. Aquí el terapeuta selecciona un problema,
normalmente a través del relato del paciente o de lo que escribe en su tarjeta
diaria, y se define en términos conductuales. A partir de ahí, se realiza un
análisis exhaustivo de toda la cadena de eventos que se suceden unos a otros
hasta llegar a la conducta. El terapeuta así va construyendo un esquema general
que es como un mapa, en el que se ve cómo el paciente llega a sus respuestas
disfuncionales, cómo empieza el proceso, y también señala qué posibles vías
alternativa hubieran llevado a otra posible solución. El objetivo aquí es
determinar qué función tiene la conducta en el contexto de una serie de
conductas. Para este análisis en cadena se empieza siempre con un evento
específico del entorno, atendiendo siempre a la descripción de todos los eventos
que estuvieron presentes simultáneamente con el comienzo del problema, y algo
importante, se realiza este análisis a partir de aquí utilizando segmentos de
conducta muy pequeños (para poner una analogía, recordemos el análisis que
realiza Stern [1985] en su estudio de la interacción madre hijo, cuando graba
sesiones de juego y después las reproduce a cámara lenta, analizando así las
sutiles reacciones producidas en espacios de tiempo mínimos). Por otra parte, se
estudian también las consecuencias que mantienen esta respuesta problemática, es
decir, no sólo se presta atención a los eventos antecedentes, sino a los
posteriores, tanto para las emociones, sensaciones somáticas, pensamientos o
suposiciones del paciente, como a lo que cambió en el propio entorno. Y para
esto los autores piensan que es crucial el conocimiento de las reglas de
aprendizaje y principios de reforzamiento. Por último se construyen hipótesis
sobre las causas, los hechos que son importantes a la hora de generar y mantener
la conducta problema, tanto externos al sujeto como internos (estados
emocionales intensos para los que existe la motivación a reducirlos, déficits en
pensamiento dialéctico o en habilidades conductuales...).
Detengámonos aquí. Los
autores expresan la necesidad de analizar la función de la conducta, entendiendo
función en dos sentidos. Por un lado, cuando hablan de los eventos precedentes
que fueron dando lugar, a través de la reacción en cadena, a la respuesta
problemática, están situándose en el campo de las teorías psicoanalíticas de la
motivación. Aquí estudian qué dio lugar a ella en términos de qué la motivó,
consciente o inconscientemente. Por otro lado, los autores hablan de la función
de la conducta en términos de consecuencias, para lo que abogan por estar
atentos a las contingencias de modo que se pueda captar los posibles
reforzamientos que impiden que esa conducta disfuncional desaparezca. De modo
que aquí se estudia la función de la conducta en el sentido conductista, por eso
aluden a la necesidad de tener conocimiento de las teorías del aprendizaje. Este
doble sentido de la “función” de la conducta está en relación con los dos
distintos modos de concebir la motivación, bien como empuje, bien como meta
(Pervin, 1996). De manera que una vez más, dos enfoques en principio muy
diferentes están integrados en esta aproximación. Dejaremos para el final el
análisis y la crítica de lo que consideramos que ellos privilegian en esta
integración.
En un ejemplo de sesión
transcrito, se muestran los pasos del análisis conductual cuando la terapeuta
está intentado ver qué cadena de eventos llevó a la paciente a autolesionarse
abriendo su propia herida. Empezando por cuándo empezó a sentir dolor en la
herida, qué pasos fueron viniendo después, cómo actuó y cuáles fueron las
reacciones del entorno a esos pasos (la actitud cariñosa de la enfermera que
directamente la atendió, frente a la negativa del médico a darle la medicina),
qué sentimientos fueron produciendo en ella esas reacciones del entorno (al
principio se sintió herida, lloró, luego se fue rearmando con rabia), etc. Y a
la vez la terapeuta va construyendo caminos alternativos, como plantearse si
hubiera sido posible pedir a la enfermera que estuviera con ella para sentirse
acompañada y querida. En medio de todo esto, la terapeuta se enfrenta con lo que
para nosotros son resistencias de la paciente, que continuamente tiene que
desafiar.
El análisis de
la solución es la segunda estrategia de resolución de problemas del
TCD, y consiste en un intento activo de encontrar soluciones alternativas al
problema que ya se ha identificado y analizado. Aunque a veces esto ya se ha
hecho antes, como hemos visto en el ejemplo, otras veces no ha surgido tan
fácilmente y hay que completar la tarea, pidiéndose al paciente una lluvia de
ideas para buscar soluciones posibles, teniendo en cuenta primar los resultados
a corto plazo más que a largo, y primar también que esas soluciones den
ganancias para el paciente más que para los otros.
Procedimientos
de resolución de problemas. Estos procedimientos están directamente
extraídos del enfoque cognitivo-conductual: son el entrenamiento en habilidades,
los procedimientos de contingencia, la exposición y la modificación cognitiva.
Ahora bien, aquí los autores resaltan una diferencia respecto al modo como se
trabaja en los tratamientos clásicos conductuales y cognitivos. La diferencia
está en que en TCD estas estrategias no se emplean de forma estructurada sino
entretejidas con el diálogo terapéutico, no diferenciando demasiado entre una u
otra técnica, y en sus propias palabras “aunque el terapeuta debe también ser
consciente de los principios que gobiernan la efectividad de cada procedimiento,
el uso de cada uno es normalmente una respuesta inmediata a los eventos que se
despliegan en una sesión particular” (p. 498).
Esto de nuevo nos da
una idea de cómo se ha integrado el enfoque psicodinámico con el
cognitivo-conductual. Por un lado se utilizan técnicas cognitivo-conductuales
pero, por otro, se prioriza la espontaneidad en la sesión (como corresponde a la
importancia dada al vínculo), y se da privilegio al material que trae el
paciente, puesto que refleja su mundo interno, y concretamente el que está
activo en el momento de la sesión, tal como es clásico en la orientación
psicoanalítica.
La única parcela de
estos procedimientos que se trabaja sistemáticamente, al dársele un encuadre
especial (el grupo), es el entrenamiento en habilidades. Para
TCD el término “habilidad” se usa en sentido amplio, para referirse a
capacidades no sólo conductuales, sino emocionales y cognitivas, y la
integración de todas ellas. Se modela, se instruye y aconseja al paciente, se
refuerza su utilización, y se trabaja para que se generalicen a otras
situaciones externas a las sesiones grupales.
Ya hemos señalado antes
que el análisis de la contingencia, es decir, de la relación entre dos
conductas, es de extrema importancia para este enfoque, y los
procedimientos de contingencia se refieren a la contingencia
dentro de las sesiones de tratamiento, en tanto que toda respuesta del terapeuta
es un posible reforzamiento, castigo, o eliminación de reforzamiento para una
determinada conducta del paciente. Señalan los autores que la contingencia más
importante para la mayoría de los pacientes límite es la conducta interpersonal
del terapeuta con el paciente, y que a su vez la habilidad del terapeuta para
influir en el paciente está directamente relacionada con las características de
la relación existente entre los dos. Ahora nos detendremos en esto porque está
muy en conexión con los desarrollos recientes en psicoanálisis.
Efectivamente, el tema
del que hablan los autores es equiparable a la transferencia psicoanalítica,
pero ésta tal y como se comprende hoy día a la luz de los recientes desarrollos
de la neurociencia y los modelos cognitivos de procesamiento paralelo (Westen y
Gabbard, 2002). La definición que hacen de la contingencia en la sesión presenta
una concepción equivalente a la transferencia entendida en términos
procedimentales, la transferencia explicada por el aprendizaje asociativo
previo, puesto en marcha en la relación intersubjetiva construida momento a
momento. En esta concepción de la transferencia se trata de tomar conciencia de
la relación entre cada rasgo o actitud del terapeuta que provoca una respuesta
de entre las existentes en el repertorio del paciente, y ver cómo a su vez esta
respuesta provoca una reacción en el terapeuta. Y de esto se deriva la necesidad
de atender a la toma de conciencia de estas reacciones porque pueden significar
un refuerzo que mantenga conductas indeseables (“conductas” en un sentido
amplio: sentimientos, fantasías, actuaciones), repitiendo así el terapeuta las
actitudes del medio que las provocó (de los otros significativos).
Esta equiparación la
hacen los propios autores cuando continúan diciendo que el manejo de la
contingencia puede requerir el uso de consecuencias aversivas, y que esto es
equivalente al “establecimiento de límites” propugnado por otros tratamientos.
Para dar un ejemplo concreto de castigo en la sesión hablan de un paciente que
ha realizado un acto parasuicida, y el hecho de tener que hablar de él con
detenimiento es ya un castigo (una contingencia aversiva para con la conducta,
un fenómeno displacentero que es asociado con ésta). Pero los autores dan
indicaciones de cómo deben de impartirse los castigos o límites, señalan que: 1)
Es importante que el paciente pueda tener algún modo de terminar con su
aplicación; lo que vemos está relacionado con tener en cuenta la motivación del
sujeto hacia la autoeficacia (Lichtenberg, 1989) hacia sentir que puede
controlar, de algún modo, los eventos externos. Siguiendo con el ejemplo
anterior, los autores señalan que después de hablar del incidente, el paciente
debe poder cambiar a otros temas. 2) Es importante que el castigo nunca sea
demasiado fuerte como para que no pueda ser restaurada la relación positiva. 3)
El castigo debe ser suficientemente fuerte como para que funcione. En último
término, la terminación de la terapia es el mayor castigo, pero siempre es mejor
dar “vacaciones”, de modo que si la situación es tan seria que han fallado otras
estrategias, o se han cruzado los límites personales del terapeuta, se debe
identificar las conductas a cambiar y dejar claro que cuando se reúnan las
condiciones, el paciente debe volver, de este modo “En términos coloquiales, se
echa al paciente a la vez que se lo engancha para que vuelva” (p. 499).
Por otro lado, los
autores sostienen que deben evitarse los límites arbitrarios del encuadre, y que
estos variarán según los terapeutas y según el momento del tratamiento (una
actitud constructivista como ésta ha de ver diferente lo que puede ser tolerable
o no según la persona del terapeuta y el momento por el que pase). Y algo
interesante, sostienen que los límites deben presentarse al paciente como
planteados por el bien del terapeuta, no por el bien del paciente. Algo que
podríamos asumir dentro de la orientación psicoanalítica, pues si bien es cierto
que gran parte de la justificación de los límites en nuestro campo ha sido
puesta sobre necesidades propias del tratamiento en sí, por el bien del
paciente, no es menos cierto que en muchas ocasiones, un trabajo autocrítico de
reconocimiento de los propios intereses en juego del analista se ha echado en
falta. Aquí los autores dan una razón de peso para su postura: los pacientes
pueden siempre dar argumentos de que ellos saben mejor que nadie lo que les
viene bien o mal, pero no pueden tener lo último que decir sobre lo que es bueno
para su terapeuta.
La modificación
cognitiva es el tercer procedimiento de resolución de problemas, veamos
lo que dicen los autores. Para ellos, aunque se usan las clásicas técnicas de
reestructuración cognitiva de Beck o Ellis, éstas no son predominantes en TCD,
contrariamente al análisis de contingencia, que se usa sin interrupción. Además,
sostienen que se da a los pacientes el mensaje de que es igualmente probable que
se produzca una distorsión cognitiva a causa de la excitación emocional, como
que se dé al revés, que la excitación emocional sea causa de la distorsión
cognitiva. Señalan que la mayor parte de las veces lo que causa el sufrimiento
son los eventos en extremo estresantes de su vida, y no que se distorsionen los
eventos reales.
¿Qué vemos aquí? En
primer lugar, siguiendo la expresión de los autores, TCD es un tratamiento mucho
más conductual que cognitivo, pero nosotros también vemos que es más
psicodinámico que cognitivo. Y esto porque 1) enfatizan los aspectos
procedimentales más que los declarativos o simbólicos; pero, también 2)
enfatizan más, quizá por la población a la que se dirigen -los pacientes límite-
los factores emocionales como causas, sobre los factores cognitivos. Para
Linehan, la causa más importante no estriba en un funcionamiento automático del
psiquismo exento de motivación, que es la explicación primordial de la
orientación cognitiva. Contrariamente, en TCD el factor motivacional está
privilegiado por encima de cualquier otro, y en esto coinciden con el modelo
psicoanalítico plenamente. Ellos ven como causa primaria del trastorno la
búsqueda del sujeto de evitar el displacer que le causan las emociones
tremendamente displacenteras y angustiosas, sin que por otro lado hayan
desarrollado recursos para enfrentarse a su angustia y a sus necesidades con
modos más constructivos y satisfactorios.
La técnica de
la exposición
Por último, un cuarto
procedimiento es lo que se conoce como exposición. Esta es una
técnica conductual que, recordamos, consiste en exponer al paciente a las
condiciones que le perturban pero para poder enfrentar la situación de una
manera diferente desde el punto de vista emocional. Un ejemplo de exposición es
que un paciente fóbico a una situación (viajar en autobús, ir a un lugar, etc.)
se “exponga” a esa situación, enfrentándola.
Las indicaciones de los
autores en este apartado van en tres sentidos: 1) cuidar que no se refuerce la
clave o señal que precede a la conducta problema, 2) obstaculizar las respuestas
disfuncionales (por ejemplo, conseguir que un paciente se desprenda de
medicamentos acumulados para no facilitar la sobredosis), 3) reforzar las
conductas opuestas a la conducta disfuncional (si una conducta suicida está
relacionada con sentimientos de vergüenza y dolor, reforzar al paciente para que
hable de estos sentimientos). Estos procedimientos se usan a lo largo de toda la
terapia, pero especialmente en el Estadio 2, y previamente se orienta al
paciente sobre el sentido de la técnica y su dificultad. Además, se va enseñando
al paciente a ir adquiriendo control sobre los hechos aversivos, de ahí que en
TCD se cuide que el paciente vaya teniendo algún medio de finalizar la
“exposición” (el enfrentamiento a lo que se teme, por haberse dado
condicionamiento previo disfuncional) cuando las emociones sean muy fuertes. En
el ejemplo de una paciente que está hablando de un tema que le está produciendo
fuertes emociones dolorosas, como puede ser recordar el abuso sexual en su
niñez, el paciente debe poder finalizar esa exposición al reencuentro con la
memoria del acontecimiento de alguna manera previamente acordada en la
terapia.
Estrategias
estilísticas
Estas estrategias se
refieren al estilo de comunicación. Se presentan dos estilos diferentes,
contrapuestos, para aplicar en distintas ocasiones pero entre los que ha de
haber equilibrio.
Con la
comunicación recíproca se intenta colocar al terapeuta en una
posición más cercana a la del paciente, de modo que se reduzca la diferencia de
poder que conlleva la relación terapéutica. Los autores la comparan con el
estilo de comunicación defendido por la terapia centrada en el paciente (Rogers,
1951). Es un estilo afectuoso, empático, cálido, que implica compromiso en la
relación. Lo más interesante aquí es que conlleva la autorrevelación (algo
similar ya fue propuesto por Kernberg, 1984). El terapeuta comunica al paciente
sus reacciones inmediatas, personales, ante su conducta, por ejemplo “Cuando
exiges calidez de mí, eso me empuja a alejarme y se me hace más difícil ser
cálido”. Estas declaraciones validan –en cuanto lo que tiene de la implicación
afectiva que muestra la respuesta- y a la vez desafían, en tanto que muestran al
paciente lo inapropiado de su conducta para conseguir lo que desea. Los autores
la muestran como ejemplo de manejo de la contingencia, refiriéndose con esto a
que son a la vez reforzadoras y castigadoras , y un ejemplo también de
clarificación contingente, porque hacen que el paciente se de cuenta de los
efectos inmediatos de su conducta interpersonal.
El otro estilo es la
comunicación irreverente. Es la contrapartida del anterior,
pues implica una dosis de humor, de ingenuidad, y de confrontación, usando la
lógica para atrapar al paciente en la red de su propia actitud. Sirven para dar
empuje a la terapia cuando la comunicación se estanca. Ejemplos dados para
ilustrarla son: el paciente dice “voy a matarme, y el terapeuta responde
“pensaba que estabas de acuerdo en no abandonar la terapia”. Es un estilo que
maneja la ironía, pero siempre con cuidado de que esta no sea agresiva. Otros
ejemplos: el terapeuta puede decir “estás ida”, o bien “no habrás creído ni por
un momento que yo iba a pensar que era una buena idea, ¿no?”.
Estrategias de
dirección del caso
La primera estrategia
de esta clase es la estrategia de ser asesor/a del paciente.
Consiste en considerar que el terapeuta es un asesor del paciente. Esto implica
que el terapeuta no interviene en el entorno (por ejemplo la familia) para que
éste se ajuste al paciente, sino que asesora al paciente para que éste trate con
aquél. Tampoco en el caso de que el terapeuta necesite asesoramiento de otros
profesionales lo hace a espaldas del paciente, por el contrario, hace que el
paciente esté presente e, incluso, organice la puesta en común.
Volvemos al ejemplo de
Cindy, que ya mencionamos antes. Recordamos que es una mujer con intentos muy
serios de suicidio y conductas autolesivas, como quemarse y cortarse, que la
llevaban a ingresar en el hospital con mucha frecuencia. Linehan consideraba
claro que había una contingencia entre la hospitalización y su conducta
parasuicida que implicaba reforzamiento de esta última y por tanto estaba
poniendo en peligro su vida, pero Cindy no estaba de acuerdo con esto y lo vivía
como falta de comprensión por parte de la terapeuta. Lo que Linehan planteó fue
una reunión con todo el equipo implicado en el tratamiento, (médicos,
psicólogos, incluido el director de la compañía de seguros que coordinaba el
pago de la terapia). Pero fue la propia Cindy quien organizó la reunión, quien
efectuó cada llamada telefónica.
¿Qué tenemos que decir
de este tipo de intervención? En cuanto a la negativa a asesorar directamente al
entorno, no es algo nuevo para la técnica psicoanalítica, por el contrario en
este campo es clásico trabajar así. Pero aquí los autores van más allá,
considerando que cuando el terapeuta necesita consultar a otros terapeutas sobre
cómo llevar la terapia –cosa que es frecuente en TCD- se considera bueno que el
paciente esté presente, e incluso que tenga el máximo protagonismo. Esta
intervención puede tener gran valor terapéutico especialmente con las
personalidades límite, por lo que conlleva de transmisión al paciente de una
visión de él como alguien digno de confianza, capaz de manejar o dirigir su
propia vida, y sobre todo con control de los eventos que le atañen.
Sin embargo, una
segunda estrategia es la de intervención en el entorno, que
aunque no es predominante tampoco se rechaza cuando se considera necesario. Aquí
la regla de los autores es que cuando los pacientes carecen de las habilidades
necesarias, pero pueden recibir un daño importante si el terapeuta no
interviene, éste lo hace.
Por último, la
estrategia de supervisión/asesoramiento al terapeuta se
considera crucial en TCD. El supervisor o equipo de consulta ayuda al terapeuta
a mantener la relación terapéutica, a guardar el equilibrio. A veces será
necesario mantener una posición fuerte (no dejarse manipular o no ceder cuando
lo considerado terapéutico es mantener los límites fijados previamente), y otras
veces por el contrario lo ayudará a acercarse emocionalmente al paciente.
COMENTARIO
CRÍTICO
Lo primero que nos
llama la atención de la aproximación de Linehan es la gran capacidad de
integración de diferentes teorías psicopatológicas y de las diferentes técnicas
psicoterapéuticas correspondientes. Reconocemos esto como un valor. Muestra una
visión de la realidad muy compleja, y la capacidad consecuente de abordarla en
muy diversas direcciones. Posiblemente ahí radique la demostrada efectividad del
tratamiento, y por tanto es algo digno de ser emulado. Y en el éxito de esta
integración ha sido clave la visión dialéctica, que permite aproximarse más a la
complejidad de lo real.
Algunas propuestas son
más fáciles de asimilar desde un punto de vista psicoanalítico; otras, sin
embargo chocan, no sólo con la filosofía sino también con las formas en que
estamos acostumbrados a desarrollar nuestro trabajo. Por ejemplo, podríamos
preguntarnos acerca de porqué un planteamiento de objetivos tan prefijado de
antemano. En algún caso la respuesta es evidente, como el hecho de que lo
primero a tratar deben ser las tendencias suicidas y parasuicidas del paciente.
Pero pasando el Estadio 1, la progresión de temáticas a trabajar nos parece un
tanto artificial, si bien está basada en las hipótesis psicopatológicas sobre el
cuadro límite, se corre el riesgo de homogeneizar esta clase de pacientes frente
a las muy diferentes historias personales y problemáticas vitales surgidas que
puedan presentarse con este diagnóstico.
Otro aspecto que choca
a la visión psicoanalítica tiene que ver con cuestiones más formales que
esenciales. Se refiere al uso de técnicas que los autores llaman “estratégicas”.
Este es efectivamente un término muy usado por ellos, y hace referencia
especialmente a sus estrategias dialécticas. Acostumbrados como estamos a la
búsqueda de los sentimientos profundos, auténticos, tanto del paciente como del
propio analista, hablar de estrategias no resulta agradable porque tiene
connotaciones e manipulación. A veces no se trata sólo del término, sino de la
técnica usada. Intervenciones como la de “abogado del diablo” en que la
terapeuta provoca a la paciente, dan la sensación de manipulación porque se la
hace reaccionar premeditadamente a expensas de su propia conciencia. Es una
forma de trabajar que está muy lejos del ideal psicoanalítico de intervención a
través de la toma de conciencia, con lo que esto implica de actitud ética de
contar siempre con el otro como sujeto para dirigir su propio cambio (Strenger,
1991). Lo mismo puede decirse de la estrategia estilística de “comunicación
irreverente”. Sin embargo, tenemos que admitir que nosotros, especialmente desde
que se ha asumido que el cambio va mucho más allá de hacer consciente lo
inconsciente y tiene que ver con lo terapéutico de la relación misma, que ocurre
en gran medida por vías procedimentales –es decir, cambio directo del
inconsciente- también usamos técnicas que podríamos llamar estratégicas, como
cuando hablamos de la mejor manera de decirle a un paciente algo de sí mismo,
para que no active directamente mecanismos de defensa, o para que no ponga en
marcha modos de reacción preexistentes y nada adaptativos (Ortiz, 2002). De
manera que la distancia pudiera ser, en muchos casos, más ilusoria y
terminológica que real.
El tercer punto a
analizar es el más importante. Tiene que ver con uno de los casos que los
autores exponen como ejemplo, el de Cindy, la gravísima paciente con severas
conductas suicidas y autolesiones que era ingresada en el hospital con mucha
frecuencia. Esta paciente, tras alcanzar un grado importante de mejoría (al año
de la terapia su tendencia al suicidio remitió, no hubo ningún ingreso
hospitalario por miedo al suicidio ni por lesiones en los últimos 8 meses), se
había separado del marido, ya que éste dijo querer el divorcio por no poder
soportar más la angustia del posible suicidio de ella. Aunque este hecho había
provocado en Cindy intensos sentimientos de tristeza, angustia y rabia, ella
pasó a vivir con una compañera de piso, y poco más tarde fue readmitida de nuevo
en la facultad de medicina (donde estaba estudiando, cuando el suicidio de un
compañero la afectó hasta perder el sutil equilibrio que había conseguido en su
vida). Un motivo importante para este reingreso era su deseo de intentar
recuperar el amor y la atención de su marido. Durante el primer mes en que vivió
en su casa sin él, Cindy tenía severas borracheras y comía muy poco, por lo que
mantenerse sobria y conseguir una ingesta de comida razonable se volvió uno de
los nuevos objetivos de la terapia, así como lo fue el ampliar la red social con
la que contaba. Cuando fue disminuyendo la frecuencia de las crisis, se fue
pasando poco a poco al Estadio 2, superponiéndolo con los objetivos descritos
del Estadio 1, analizando las experiencias familiares de negligencia e
invalidación que pudieran tener que ver con posteriores problemas de su
vida.
Pero en este punto
ocurrió un incidente trágico, que cambió el curso de la evolución. Cindy llamó
por teléfono a su ex marido y descubrió que vivía con otra mujer. Esto acabó con
su “esperanza no verbalizada” de que algún día pudieran volver a estar juntos.
Llamó a su terapeuta por teléfono y se lo contó, llorando, diciendo que había
estado bebiendo. La terapeuta la animó, hablaron de cómo podría ella vivir sin
su marido, en palabras de los autores, utilizó técnicas de intervención en
crisis para mantenerla durante esa tarde hasta que acudiera a la sesión el día
siguiente. Su compañera de piso estaba en casa, se ofreció a hablar con ella,
ver una película de TV juntas e ir a la cama después. Cindy dijo que aunque se
sentía suicida, podía dejar de beber y no hacer nada autodestructivo hasta la
cita del día siguiente. Se le ofreció que llamara otra vez más tarde si lo
necesitaba. Pero Cindy fue encontrada muerta en su cama a la mañana siguiente
por su compañera, por una sobredosis de la medicación que estaba tomando más
alcohol.
Los autores analizan
este terrible final en profundidad, viendo por una parte las implicaciones que
un hecho así tiene para el terapeuta, para los compañeros del grupo del programa
de tratamiento, y para el equipo en general. Y también analizan las causas de
este final y si hubiera podido evitarse de algún modo. Hay por supuesto un
análisis ético, con el que estamos totalmente de acuerdo, que concluye con la
afirmación de que en último término, el paciente es el responsable de mantenerse
con vida, y nadie puede ayudar a una persona a tolerar los terribles
sufrimientos que la vida le acarrea hasta que su terapeuta le ayude a poder
sentirse de otra manera, si la propia persona no está dispuesta.
Pero nos interesa
especialmente un comentario que los autores aportan sobre los posibles caminos
que pudieran haber provocado un desenlace diferente. Refiriéndose al tema de si
la terapeuta podría haber sabido que existía riesgo de suicidio y así haber
tomado medidas para evitarlo, dicen “Sólo (quizá) si la terapeuta hubiera puesto
más atención en el desencadenante y menos en el afecto expresado al final de la
llamada”. Y continúan diciendo que al revisar las notas sobre la paciente, la
terapeuta vio que cada intento letal estaba precedido por la creencia de la
paciente de que la relación con su marido estaba inevitablemente acabada.
Lo que nos sugiere esto
tiene relación con lo que anteriormente expusimos en el apartado sobre el
análisis de conducta. En TCD se presta atención tanto a los fenómenos que
precipitan el acto o la tendencia suicida, por un lado, como a las consecuencias
que vienen después, por otro. Vimos que lo primero tiene más que ver con las
motivaciones que se activan en el psiquismo de un sujeto y desencadenan el
síntoma, mientras que lo segundo tiene que ver con los fenómenos de contingencia
entendidos según la orientación conductista, como refuerzo de la conducta. Pues
bien, aquí los autores dan una importancia superior a lo segundo, que merma la
importancia que dan a lo primero. Desde nuestra perspectiva, la función de la
conducta como motivación previa tendría un peso causal mayor que la contingencia
del refuerzo, en general pero especialmente para un acto tan grave y contrario a
la autoconservación como es el suicidio. No olvidemos que Freud (1905) también
contó con la contingencia del refuerzo concibiéndolo como beneficio secundario
de la enfermedad, y lo consideró causa importante de mantenimiento del síntoma,
pero no llegó a verlo como causa importante para su desarrollo. En esto, hasta
ahora la posición psicoanalítica no ha cambiado. Desde el psicoanálisis se
prestaría más atención a la detección de cuál es el tipo de ansiedad más
importante de el paciente- en este caso, de abandono- que al posible beneficio
secundario del síntoma que supone la hospitalización como modo de obtener un
sentimiento de ser cuidada. Con esto por supuesto no queremos tener la
prepotencia de decir que el trágico final se hubiera evitado, porque hay
demasiadas variables en juego en el tema con que trabajamos como para pensar que
podamos nunca controlar todos los hilos.
Para resumir, creemos
que el abordaje creado por Linehan, una vez filtrado por el tamiz de nuestras
perspectivas y planteamientos teóricos esenciales, puede ayudarnos a enriquecer
nuestro trabajo, al ser un modelo en primer lugar de capacidad de integración,
en segundo lugar de complejidad, y por último de pragmatismo, un valor
incuestionable cuando se trata de enfermos tan frágiles como son los pacientes
límite.
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