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Paz y Ciencia

martes, 5 de junio de 2012

La dinámica del desarrollo psíquico y la libertad del hombre



Oswald Spengler habló de la decadencia de Occidente, afirmando que la cultura occidental quedará aniquilada, casi por ley natural, porque, en su interpretación general, las culturas se desarrollan, degeneran y mueren como una planta, como cualquier ser orgánico se desarrolla y muere. A principios de siglo, Rosa de Luxemburgo veía una sola alternativa: socialismo o barbarie. Se trata de una gran diferencia entre dos apreciaciones. En el segundo caso, hay una alternativa: todavía se puede escoger una de dos cosas, pero no hay tercera opción.
Pueden tomarlo como una observación marginal. Hay dos clases de previsión determinista: una, la previsión de un resultado único, determinista en el sentido de creer que habrá de producirse un solo resultado. Y el determinismo de la alternativa: no prevé un solo resultado forzoso, pero sí cierta alternativa forzosa, de poder producirse este o aquel resultado, o quizá un tercero, pero ningún otro. Se trata de una diferencia importante, no solo en cuanto al determinismo en la historia y en la sociedad, sino también en el hombre.
No se puede decir nunca de una persona, o muy pocas veces, al menos en base a un fundamento teórico serio, que tal resultado habrá de producirse necesariamente. Pero se puede decir habitualmente que tal alternativa se producirá forzosamente. O seguirá desarrollándose, por decirlo muy en general, o se marchitará, psíquicamente hablando. En cada caso, la diferencia estará en la fuerza relativa de los dos elementos. La posibilidad de que tenga éxito, quiero decir éxito humano, puede ser de un uno por ciento o de un cincuenta por ciento, pero sigue siendo una posibilidad, no algo que deba ocurrir necesariamente.
Sin embargo, la mayoría de las personas se niegan a reconocer que en su vida encaran realmente una alternativa: pueden marchar por este camino o por ese otro. Creen tener toda clase de opciones, lo cual no suele ser realista, porque el pasado, su constitución y su situación no les han dejado demasiadas.
Pongamos como ejemplo el ajedrez. Cuando dos jugadores empiezan una partida, sus posibilidades son casi iguales. Puede ganar cualquiera de los dos. El que juega con blancas tiene una ventaja mínima, que podemos descartar. Después de cinco jugadas, si las blancas han cometido un error, su probabilidad de ganar habrá disminuido al diez o dieciséis por ciento, pero todavía podrán ganar, aunque tendrán que esforzarse por mejorar sus jugadas, o esperar a que las negras puedan cometer otro error. Diez jugadas después, quizá las blancas no hayan compensado su primer error, sino que hayan cometido otro. Entonces, teóricamente, todavía podrán ganar, pero esta posibilidad habrá disminuido, del cincuenta, al cinco por ciento. Luego llega un momento en que, por causa de otro error, ya es imposible que ganen. Es imposible según las reglas del ajedrez, a menos que el contrario cometa un verdadero disparate, que no podemos esperar y que los buenos jugadores no cometen. En ese momento, el buen jugador abandona, al saber ya que no puede ganar. El mal jugador sigue jugando porque no puede prever las jugadas siguientes y tiene todavía esperanzas, y continúa, y no se ahorra el amargo final, cuando ve su rey verdaderamente en jaque mate, no puede mover ya y tiene que admitir su derrota. (Nota de Rodrigo C.: Prefiero entender la vida en el sentido de Winnicott, como un "Playing" que como un "Game", esto es, jugar sin reglas. También decía Winnicott que un objetivo primordial en psicoterapia es que el paciente pase de un estado en el que no puede jugar a que pueda jugar).
¿Qué significa esto aplicándolo a la situación humana, a la vida de cada uno de nosotros? Tomemos un niño como ejemplo. A los cinco años, está jugando con un negrito. Digamos que es hijo de una familia neoyorquina muy acomodada. Está jugando con el negrito y le gusta, como es muy natural, porque todavía no conoce esas diferencias. Entonces, su madre le dice, de la manera mimosa como hablan las madres modernas: "¿Sabes, Johnny?, yo sé que ese niño es tan bueno como nosotros, es un niño estupendo, pero ya sabes que los vecinos no lo entienden, y en realidad sería mejor que no jugases con él. ¿Sabes?, ya sé que eso no te gusta, pero esta noche te voy a llevar al circo". Puede que no se le diga tan claro, pero tampoco le dice que es una recompensa, y lo lleva al circo, o a cualquier otro sitio, o le compra una cosa. Y el pequeño Johnny, que al principio había protestado, "¡pero si me gusta jugar con él!", acaba aceptando la invitación al circo. Es su primer error, su primera derrota. Se ha quebrantado su dignidad, su voluntad. Volviendo al ajedrez, ha hecho ya su primera mala jugada.
Bien, digamos que diez años después se enamora de una chica. Está verdaderamente enamorado, pero la chica es pobre, no proecde de la familia adecuada y los padres no creen que sea una chica con la que su hijo debe comprometerse. Pero no se lo dicen al estilo de sus abuelos: "¡Ni pensarlo! Esa chica es de una familia con la que no vamos a emparentar!". Sino que su madre dirá, a la moderna: "Es una chica encantadora, pero ya sabes que no tenéis el mismo origen. Para ser felices, las parejas tienen que ser del mismo origen. Pero ya sabes que eres perfectamente libre de casarte o no con ella, eso solo a ti te incumbe. Pero, ¿sabes?, puedes irte un año a París, allí te lo piensas bien y, si a la vuelta sigues queriéndote casar con ella, pues te casas".
Y él acepta. Es ya su segunda derrota, facilitada por la primera y por otras muchas pequelas de la misma especie. Lo han comprado. Ya lo han comprado. Ya se han quebrantado su propia estimación, su orgullo, su dignidad y el sentido de su propia identidad. Y como la oferta se le ha hecho con esa justificación tan tentadora, encubierta en su "perfecta libertad de casasrse y de irse a París"... Pero en el momento de aceptar el billete, ha entregado a la chica sin darse cuenta. Está convencido de que la sigue amando y se casará con ella. De modo que, durante los tres primeros meses le escribe desde París las más maravillosas cartas de amor, pero en su inconsciente sabe que ya no se casará, puesto que aceptó el soborno. (Nota de Rodrigo C.: Esto es lo que se llama "castración", pseudomutualidad, cumplir el deseo del otro: más trágico de lo que pudiera parecer).
Cuando se acepta un soborno, hay que cumplir. Aquí entra un segundo elemento moral, de tener palabra, porque uno no puede aceptar un soborno sin cumplir lo pactado, o es hombre muerto. De modo que Johnny, naturalmente, conoce en París a otras chicas y en un año han pasado muchas cosas, y llega a la conclusión de que, en realidad, no amaba tanto a aquella, se ha enamorado de otras muchas y, al final, con la conciencia tranquila, o no tan tranquila, le escribe diciéndole que ya no la ama. Le resulta fácil, porque, de todos modos, ha ido espaciando sus cartas y el corte no va a ser tan brusco. Puede que ella también se haya dado cuenta y le haya escrito rompiendo las relaciones.
A los 23 años, Johnny ingresa en la Universidad. Se trata de saber qué quiere. Su padre es un abogado conocido, y quiere que su hijo se haga también abogado, por muchas razones evidentes. Sin embargo, lo que al hijo le interesa es en realidad la arquitectura, y le ha interesado desde que era pequeño. Entonces, el padre le pinta el cuadro, ¡vaya!, de que está enfermo del corazón y, por lo que pudiera pasar, debe pensar en su madre. Además, ¡qué desgraciado es, después de todo lo que han hecho por él, y de haberle pagado una estancia de un año en París, que ahora lo abandone, con todas las esperanzas que había puesto en él,  y lo desgraciado que va a ser!, porque, vamos, ¿cuánto va a ganar de arquitecto y qué no ganará en el bufete de su padre, cuando se haga cargo de él? El hijo escenifica una escaramuza de retirada y, al final, cede. Llegados a este punto, el padre quizá le compre un precioso coche deportivo, como se hace a menudo. Lleva trampa, pero no se dice nunca que se trata de un soborno, como tampoco se dice en política. El soborno no se manifiesta en una declaración escrita: "Le entrego cien mil dólares para que vote usted a favor de esta ley". Se entregan los cien mil dólares, quedando entendiendo que el otro entenderá para qué se entregan. Bien, llegados a este punto, el joven ya está perdido. Se ha vendido por completo, ha perdido todo respeto de sí mismo, ha perdido su orgullo, ha perdido todo respeto de sí mismo, ha perdido su integridad, hace una cosa que no le gusta, y así pasará el resto de su vida: seguramente, se casará con una mujer a la que no ame, se aburrirá en su trabajo, se lamentará por haber llegado a tal situación...
¿Cómo ha llegado a esta situación? No por un suceso repentino, sino por una acumulación de sucesos menores, de cometer un error tras otro. Si al principio tenía mucha libertad, ha ido perdiéndola poco a poco, hasta un punto en que no tiene ya casi ninguna en absoluto.
La libertad no es una cosa que tengamos, no existe tal cosa. La libertad es una cualidad de nuestra personalidad: somos más o menos libres de resistir a la coacción, más o menos libres de hacer lo que queremos y de ser nosotros mismos. Y, siempre, la libertad aumenta o disminuye. Podemos decir que, en cierto momento, este joven ha abandonado ya casi toda esperanza, aunque también en ese punto podría ocurrir un suceso inesperado, un suceso extraordinario, que pocas veces ocurre a una persona, y por el que no debemos jugarnos la vida. A la edad de 30 años, a los 40, a los 50, un suceso extraordinario semejante podría producir un cambio total, una conversión, pero esperarlo será en vano, porque es rarísimo.

Erich Fromm: "El Arte de Escuchar". Paidós, 2012, Barcelona. Pp.: 88-93

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