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Paz y Ciencia

sábado, 5 de enero de 2013

El niño de nuestra fantasía



Un niño se vuelve más valioso al avanzar en edad. Al precio de su persona se une al de los cuidados que ha costado; a la pérdida de su vida se une en él el sentimiento de la muerte. Por tanto, es en el porvenir en lo que hay que pensar al velar por su conservación; es contra los males de la juventud contra lo que hay que armarle, antes de que haya llegado a ella porque si el precio de la vida aumenta hasta la edad de hacerla útil, ¿qué locura no es ahorrar algunos males a la infancia para multiplicarlos en la edad adulta? ¿Son esas las lecciones del maestro?
El destino del hombre es sufrir en todas las épocas. El cuidado mismo de su conservación está unido a la pena. ¡Afortunado si en su infancia solo conoce los males físicos! Males mucho menos crueles, mucho menos dolorosos que los otros, y que nos hacen renunciar más raramente a la vida de aquellos. Uno no se mata por los dolores de la gota; apenas hay otros en quienes los del alma no produzcan desesperación. Nos lamentamos del destino de la infancia, y es el nuestro el que habría que lamentar. Nuestros mayores males nos vienen de nosotros. Cuando nace un niño, grita; su primera infancia se pasa en llanto. Unas veces se le mece, se le mima para aplacarle; otras se le amenaza, se le pega para hacerle callar. O hacemos lo que a él le place, o exigimos de él lo que nos place a nosotros. O nos sometemos a sus fantasías, o los sometemos a las nuestras. No hay términos medio, tiene que dar órdenes o recibirlas. De ahí que sus primeras ideas sean las de dominio y la de servidumbre. Antes de saber hablar, manda; antes de poder obrar, obedece; y a veces se le castiga antes de que pueda conocer sus faltas, o, más bien, de cometerlas. Es así como desde hora temprana se vierten en su corazón pasiones que luego se imputan a la naturaleza, y cómo después de haberse esforzado por volverlo malvado, se lamentan de encontrarlo tal.
Un niño pasa de esa manera seis o siete años entre manos de mujeres, víctima del capricho de ellas o del suyo, y, después de haberle hecho aprender esto o aquello, es decir, después de haber cargado su memoria de palabras que no puede entender, o de cosas que no le sirven para nada, después de haber ahogado el natural por las pasiones que se han hecho nacer, se coloco ese ser ficticio entre las manos de un preceptor que acaba de desarrollar los gérmenes artificiales que encuentra ya completamente formados, y que le enseña todo, salvo a conocerse, salvo a sacar partido de sí mismo, salvo a saber vivir y hacerse feliz. Finalmente cuando ese niño esclavo y tirano lleno de conciencia y falto de sentido, por igual débil de cuerpo y alma, es lanzado al mundo para mostrar en él su inepcia, su orgullo y todos sus vicios, hace deplorar la miseria y la perversidad humanas. Se equivocan: ahí tenemos al hombre de nuestras fantasías: el de la naturaleza está hecho de manera muy distinta.

JEAN-JACQUES ROUSSEAU: "Emilio o De la educación"

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