[...] Texto extraído del libro de Alice Miller: "La Llave Perdida". El documento me lo ha enviado Cristina, a ella mi profundo agradecimiento.
el caso de Nietzsche me ha hecho
comprender que la indiferencia de la sociedad hacia los malos tratos a los
niños representa un gran peligro para la humanidad. Determinadas frases
aisladas de la obra de Nietzsche jamás habrían podido ser manipuladas y puestas
al servicio del fascismo y del genocidio si se las hubiera comprendido como lo
que son en el fondo: el lenguaje cifrado de un niño mudo. Miles de jóvenes no
habrían estado dispuestos a irse a la guerra con esos lemas en el macuto si
hubieran sabido que aquella ideología de la destrucción de la moral y los
valores tradicionales no era sino el puño en alto de un niño hambriento de
verdad, que había sufrido intensamente bajo el imperio de esa moral. Durante
los años treinta y cuarenta vi con mis propios ojos cómo las palabras de
Nietzsche impulsaban indirectamente el avance mortífero de los nacional
socialistas; por eso me pareció, más tarde, que valía la pena descubrir y
mostrar el origen de esas palabras, ideas y sentimientos. ¿Habrían sido
utilizables para el nazismo las ideas de Nietzsche si se hubiera comprendido el
origen de éstas? En absoluto. Pero si la sociedad hubiera podido comprender ese
origen, las ideas nacionalsocialistas habrían sido prácticamente impensables, y
en ningún caso habrían alcanzado una tan amplia difusión. Nadie presta oídos a
las simples y prosaicas realidades de los malos tratos a la infancia, a pesar
de que su conocimiento podría servir a la humanidad para explicar muchas cosas
y para evitar guerras. Estas realidades sólo despiertan un interés
desacostumbrado y un compromiso emocional cuando se las suministra bajo un
disfraz, en forma simbólica. No en vano esa historia disfrazada le es conocida
a la mayoría de las personas. Pero el lenguaje simbólico se encarga de
garantizar el mantenimiento de la represión, la ausencia de dolor. Por eso mi
tesis, según la cual las obras de Nietzsche reflejan los sentimientos,
necesidades y tragedias no vividas de la infancia del autor, tropezará
presumiblemente con una muy intensa oposición. Sin embargo, esta tesis es
cierta, y voy a demostrarlo en las páginas siguientes. Con todo, la
demostración sólo podrá comprenderla quien esté dispuesto a abandonar por un
tiempo la perspectiva del adulto para introducirse en la situación de un niño,
tomándola plenamente en serio. ¿De qué niño hablamos? ¿Del chico que aprendió
en la escuela a sojuzgar sus sentimientos y a fingir siempre que carecía de
ellos? ¿O del niño al que su joven madre, su abuela y sus dos tías se dedicaban
diariamente a educar para convertirlo en un hombre «como Dios manda»? ¿O del
niño pequeño cuyo amado padre «perdió la razón» y vivió once meses en casa en
ese estado? ¿O del niño más pequeño aún, al que ese mismo amado padre, con el
que a veces se le permitía jugar, castigaba con la máxima severidad y encerraba
en habitaciones oscuras? No se trata de uno u otro de éstos, sino siempre del
mismo niño, que tuvo que soportar todo esto sin tener derecho a expresar
sentimiento alguno, es más, sin tener siquiera derecho a sentir. Friedrich
Nietzsche sobrevivió a esa infancia, sobrevivió a las más de cien enfermedades
anuales durante el bachillerato, a las constantes jaquecas y a los trastornos
reumáticos que sus biógrafos enumeran diligentes sin molestarse en investigar
sus causas, y que acaban atribuyendo a una «constitución débil». A los doce
años, Nietzsche escribe su diario tal como podría hacerlo un adulto:
conformista, razonable, modoso. Pero en la adolescencia brotan de su interior
los sentimientos un día sojuzgados. Surgen obras que conmoverán a los
adolescentes de posteriores generaciones. Y cuando más tarde, a los cuarenta
años, incapaz de soportar por más tiempo su soledad, pierde la razón porque no
puede permitirse ver con claridad su propia historia y las raíces de ésta en su
infancia, entonces todo está claro: los historiadores hallan la causa de su
trágico final en la gonorrea que contrajo durante la adolescencia. Así, en el
marco de nuestra moral, todo encaja perfectamente: la enfermedad mortal como
justo, aunque tardío castigo por una visita a un burdel. El paralelismo con las
actuales especulaciones acerca de los afectados por el SIDA es evidente. Todo
parece hallar una perfecta culminación, y la moral burguesa campa por sus
respetos. Pero lo que las educadoras y educadores de Nietzsche hicieron en
concreto con aquel niño no es algo tan lejano como para no poder sacarlo ya a
la luz. Quizás haya jóvenes estudiantes que descubran esa historia, lean las
cartas de la hermana y la madre, escriban tesis doctorales sobre el tema y
reconstruyan la situación de la que más tarde surgirían obras como “Más allá
del bien y del mal”, “El Anticristo” o “Así habló Zaratustra”.
Pero esto sólo podrán hacerlo los
estudiantes que no hayan sido maltratados durante su infancia o que hayan
superado los malos tratos y gracias a ello puedan prestar oídos y abrir los
ojos a los sufrimientos de los niños apaleados. Semejantes investigaciones
despertarán probablemente muy escaso entusiasmo entre sus profesores. Pero, si
son capaces de renunciar a ello, suministrarán las pruebas de que los crímenes
cometidos en los niños acaban revolviéndose contra la humanidad entera. Y
también podrán mostrar los insospechados procesos a través de los cuales sucede
eso.
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